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El buscador de tesoros

Del libro “Aparecidos, tesoros y leyendas”, de Moglia Ediciones.

Hay tantas profesiones en este mundo, que pretender catalogarlas sería imposible. Una de las más antiguas es la de buscador de tesoros. Así nació la arqueología moderna en manos de estos aventureros que indagando acá y allá, siguiendo rastros de objetos hallados dieron con tumbas que fueron los primeros lugares de saqueo, antiguas y modernas. En vano la legislación pretendió prohibir enterramientos con objetos de valor, la anomia legal del Código Civil y Comercial prohíbe la búsqueda en cementerios; la verdad, nadie le hace caso a la ley, es costumbre muy argentina y supongo, mundial. 

Una mañana de noviembre, que de casualidad estaba en mi estudio, se presentó un sujeto que me había llamado por teléfono. Decía llamarse Carlos, traía consigo libros de mi autoría para que se los dedicara, lo cual lo hice con gusto. A continuación, me relató la historia de sus experiencias. 

Demás está decir, que estas tierras alejadas del puerto de Buenos Aires, nunca vieron tanto oro como cuando se produjo la guerra del Paraguay, Guazú o de la Triple Alianza, entre 1865 y 1870. 

Su padre nacido en Formosa -en ese tiempo Territorio Nacional- larga franja entre los ríos Bermejo y Pilcomayo en el Sur y el Norte; el río Paraguay al Este y una línea con regla en el Oeste, límite con Salta. 

El hombre tenía poderes extraños, algunas veces traducidos en sueños, otros en plena conciencia. Ingresa a un portal extraño como si su espíritu o alma se desprendiera del cuerpo, se dirige hacia un lugar de muchos árboles y entre ellos observaba una caja con oro. Munido de palas, pico, y otros elementos se dirigía a cada monte cercano tratando de entrar en trance, a veces lo lograba, entonces ocurría que unas sombras extrañas lo empujaban a volver a su cuerpo. 

Ante el tremendo escollo, adquirió un buscador de metales. Munido de mapas fue marcando el derrotero de las tropas aliadas por el Gran Chaco, lo asesoraban los originarios de la tierra, indios, depositarios de las sabidurías de sus mayores, quienes le señalaban lugares de campamentos, algunos poblados precarios por su existencia precaria. En cada sitio, el buscador de metales halló rastros que hablan de la presencia del hombre en los sitios marcados: botones, cuchillos viejos rotos, alguna que otra moneda de cobre u otro metal común, nada de valor económico, sólo histórico. 

Su hijo Carlos lo acompañaba en las expediciones, generalmente los fines de semana y feriados, fue aprendiendo “el oficio”. 

Logró a dominar su mente realizando la misma experiencia de su padre, salía de su cuerpo y se observaba desde arriba, un proceso de traslación o transmutación energética. 

En una de esas búsquedas conoció a una mujer anciana, que por sus características y fama era pitonisa, hechicera, bruja y cualquier calificativo que se adhiera a esa categoría. La realidad es que era una excelente mujer, que curaba, asistía a partos, ayudaba al prójimo, conocía al dedillo hierbas, aceites derivados de animales, para sanar enfermedades que hasta hoy los médicos no pueden hacer, como el empacho o el fuego de San Antonio o culebrilla. 

Fallecido su padre, Carlos atinó a pasar un día por el rancho humilde de esta mujer, con sus equipos a cuestas, percibió una fuerza extraña que lo tiraba hacia el lugar, optó por dirigirse al mismo y averiguar el motivo. Cuando ingresó, después de transponer una portada desvencijada, salió la anciana quién expresó: “Te estaba esperando Carlos, ¿Por qué tardaste tanto?”. Como es de suponer, Carlos quedó estupefacto. Respondió por obligación: “No lo sabía”. La mujer lo miró con la paciencia que dan los años diciendo: “Me viste en tus sueños, esa muchacha hermosa con la que soñaste varias veces era yo cuando joven, aunque anciana mantengo cierta coquetería”, agregó riendo. Dicho esto, la mujer le leyó la vida hasta ese momento, “el futuro hazlo tú, sabes bien que el final es la muerte, cuándo jamás te diré”. 

Durante unos cuántos años, la señora ofició de maestra para Carlos; le enseñaba sus secretos, desde el simple curar un empacho, frenar el veneno de la víbora hasta 

llegar a un centro asistencial y otras que no se pueden relatar porque podrían resultar malas. 

Cuando fue joven efectúo encantamientos, hechizos no muy buenos, o peor aún, malos. Sabía que cuando falleciera las fuerzas oscuras la estarían esperando porque de ellas se valió para sus sortilegios. 

Trabajaba con un libro antiguo, de grandes hojas, encuadernado en cuero, que en números romanos remitía a los años del mil seiscientos; por supuesto prohibido por la Santa Inquisición, que de santa no tenía nada. 

Carlos abrevó la mayor parte del conocimiento, menos las malas, esas no se las enseñó, “para tu bien”, le había dicho la mujer que ya no está en este mundo. 

Desde ese entonces Carlos manifiesta conversar con espíritus, ánimas buenas y otras malas, que pretenden llevarlo por el mal camino, él expresa que sus progenitores son sus protectores. 

En dos oportunidades, cuando estuvo por encontrar un tesoro, casi pierde la vida. Un espíritu maligno de color rojizo lo arrastró hacia un pozo profundo, pegando manotazos al aire, invocó a sus progenitores y al alma de la vieja maestra. De pronto advirtió que lo tomaban por los pies y lo arrastraban en sentido contrario. En el espejismo de la tarde moribunda observó la lucha del maligno rojizo contra uno negro femenino que lo aporreaba. Explica que esa vez tuvo miedo, si no hubiera recuperado su sentido de invocación estaría perdido. 

Otra vez en una excavación, quedó de pronto enterrado. Un fantasma con rostro de diablo había provocado el derrumbe; rápidamente antes de perder el conocimiento realizó sus rezos secretos, muchas manos excavaron sacándolo del aprieto fulero en que se encontraba, inclusive jura que una bella muchacha le hizo respiración boca a boca. Él piensa que fue su maestra o su madre. 

Como por arte de magia, apareció un primo que vivía en el Sur, le regaló un georadar; con ese equipo sigue buscando tesoros, pero hasta ahora sólo tiene una excelente colección de ollas, espadas, botones, collares de bronce etc., pero de oro ni qué hablar. 

El tesoro en sí es esquivo. 

Se despidió amablemente, quedó en visitarme. Mientras se levantaba observé que su figura se desdoblaba, como si una fuera más rápida que la otra, la de adelante era más rápida. 

“Son cosas que ocurren -me dijo- cuando se vive en un mundo de tres dimensiones” y se marchó.

 

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