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/Ellitoral.com.ar/ Opinión

Los dos infiernos del artillero Fernández

TIEMPOS DE GUERRA. Ramón aparece en esta fotografía en la fila de abajo, en el medio. Un compañero suyo se la envió hace pocos años y mandó a copiarla en un tamaño más grande para encuadrarla.

GUSTAVO LESCANO

glescano@ellitoral.com.ar

Las bombas estallan en su mente, no lo dejan dormir, lo perturban, lo ciegan, lo extravían hasta obligarlo a abrazar un vicio para evadir la locura. A veces se puede, a veces no; porque la guerra aparece como flashes incesantes de imágenes de soldados y superiores sonrientes o afligidos, de explosiones que fugazmente iluminan la peor oscuridad, de torbellinos en el vacío del olvido social… el infierno interior.

Pero en muchos ex combatientes de Malvinas ese infierno puede convertirse en la antesala de otro más lóbrego, y eso ya es una guerra muy personal, casi solitaria, de la que no siempre se sobrevive. En el caso de Ramón Fernández las batallas se hicieron eternas en la posguerra y sus mismos camaradas fueron quienes lo rescataron de una segura derrota. ¿Paradoja guerrera o ciclos constantes de una historia de supervivencia eterna? La respuesta está en la experiencia de cada malvinero.

Ramón parece sereno, trata de mostrarse así, aunque inevitablemente en sus gestos se filtran los indicios de un estado de nerviosismo porque tiene que contar lo que nunca contó abiertamente: sus 18 años y las bombas de Malvinas, la cabeza revuelta en los meses siguientes del regreso y el abismo del alcohol que acorraló su vida, 15 años después del final de la guerra. 

El doble infierno por el que atravesó este ex combatiente puede sintetizar, en mayor o menor medida, lo que afrontaron sus pares, pues desde la vuelta a casa nunca recibieron una contención psicológica que les permitiera sobrellevar las pesadillas de un conflicto bélico. Una deuda estatal que hizo estragos a tal punto que la cantidad de fallecidos en la posguerra es similar a la de los que murieron en las islas.

Hoy se cumplen exactamente 35 años de Malvinas y hay una herida que sigue abierta más allá de las tantas cicatrices que llevan en sus cuerpos, como las que marcan al Ramón de esta historia.

El chico del San Gerónimo

A principios de los 80, el tercer hijo de los ocho que tuvo el matrimonio Fernández seguía su camino laboral en el rubro de la construcción como lo hacía desde los 15 años. Mientras, aprovechó la oportunidad de capacitarse en “La Copico” (el Centro de Orientación Profesional y Capacitación) para saber de mecánica del automotor y conseguir un mejor trabajo. Además, estaba de novio con quien luego sería la madre de sus tres hijos.

En eso andaba Ramón hasta que llegó el momento de la convocatoria al servicio militar. El muchacho nació y creció en la capital correntina, en el barrio San Gerónimo, y por primera vez dejó su ciudad para marchar a Buenos Aires a hacer la colimba. A sus 18 años mucho no le convencía esta nueva obligación y ahora, 35 años después, admite que en varias ocasiones pensó en no viajar hacia ese destino. El mismo que con el número de sorteo 891 se empecinaría a llevarlo a la aeronáutica.

Reprimió las ideas desertoras y emprendió el viaje. Pensar en una guerra en lo inmediato, siquiera aparecía en los sueños del joven. 

“Fuimos convocados doscientos correntinos: cien fueron a San Luis y los restantes nos trasladamos a Mar del Plata”, recordó Fernández en un relato cronológico y con datos precisos: “El 6 de enero del 82 viajamos en un Hércules”. En la ciudad balnearia por excelencia del país, recibieron intensas instrucciones para manipular los cañones de la artillería antiaérea. Tras una primera selección, del centenar de soldados quedaron 70 para seis baterías.

“No imaginábamos jamás la posibilidad de una guerra; nada se sabía hasta ese momento; yo sólo pensaba en venir a Corrientes para la Semana Santa: en eso estaba”, indicó el entonces novato artillero. Sin embargo, la situación cambiaría drásticamente cuando los reunieron en la Plaza de Armas y se les informó que Argentina había recuperado Malvinas.

Todo fue muy veloz después. Seleccionaron a 16 soldados para ir a las islas, entre ellos dos correntinos: uno era Ramón. En total fueron 54 efectivos si se suma el cuadro militar, comandando dos baterías de 35 milímetros con radares y todo el equipamiento necesario.

 

Frío, bombas y lágrimas

En Malvinas se apostaron en el área del aeropuerto de Puerto Argentino. “Por el frío se me achicharraron los labios”, describió llevándose el índice derecho a la zona mencionada y frunciendo el ceño marcando dolor. Los días fueron pasando en el Sur, al tiempo que crecía la ansiedad y las temperaturas bajaban notoriamente. “Abrigos teníamos, alimento también y dormíamos tranquilos”, aseguró sobre su propia experiencia en este sentido y teniendo en cuenta que en otros sectores las carencias hizo mella en las tropas conformadas por soldados con cara de niños.

Entrar en combate fue un perfecto sacudón  al soportar un bombardeo sobre la cabecera del aeropuerto. “Nos dimos cuenta, casi de inmediato, de que no fue un ensayo; me asusté bastante, incluso lloré”, admitió y rápidamente acotó: “La amistad que había en el grupo nos hizo más fuerte y pudimos superarlo”.

En las trincheras en torno a la artillería, mantenían el alerta máxima, pero “en Malvinas no pensábamos en nada más”. La muerte estaba alrededor: “Vi a un muchacho morir en un bombardeo, creo que era un cordobés. El ataque nos agarró desprevenidos y nos tiramos cuerpo a tierra, pero él no pudo salvarse de las esquirlas”.

Recordó que el momento más duro fue tras el cese de fuego. Todo era confusión y ataque constante del enemigo. “Nos quedamos en silencio en el pozo y escuchamos pasar a los Gurkas. Siguieron de largo, pero fueron los minutos más tensos porque no sabíamos en qué iba a terminar”.

Con la rendición argentina fueron llevados al pueblo y pasaron allí dos noches: “Estábamos agrupados como pingüinos porque hacía mucho frío”, graficó Ramón y recordó un incidente con un inglés: “Pasó uno y quería sacarme una frazada que llevaba como poncho porque tenía mucho frío. Yo me resistí y le tironeé. ‘¡Soltá, Negrito!’, me gritó un compañero y ahí dejé que me lo quitara”.

Luego de varios días, “volvimos al continente en un buque hospital hasta Ushuaia; de ahí fuimos en colectivo hasta Río Grande, donde despegamos en un Boeing hasta el aeropuerto de El Palomar. Después de un chequeo médico nos mandaron, finalmente, a nuestra base en Mar del Plata”, narró. “En esos momentos no hablaba de la guerra, sólo quería dormir y pensaba en Corrientes”, apuntó.

El regreso y un abrazo eterno 

Apenas les dieron licencia, abordó presuroso el primer tren para Corrientes. Viajó solo porque su amigo Mario Báez (el otro correntino de artillería) se quedó en Buenos Aires en la casa de unos parientes. El insoportable y larguísimo recorrido concluyó más rápido de lo esperado para él, por tanta ansiedad. Ese día, a las 7 de la mañana, “El Ramón” golpeó la puerta de la vivienda familiar en el San Gerónimo, aunque nadie lo esperaba porque los Fernández no sabían nada de él desde que se fue a Malvinas.

Lo atendió el hermano más grande y fue tanta la sorpresa del encuentro que en una primera instancia no lo reconoció e incluso lo confundió con un vecino. “Soy yo, Ramón”, le dijo y de inmediato el mayor abrazó al ex combatiente con fuerza y hasta lo levantó 20 centímetros de tanta expresión de alegría. Después, salieron a su encuentro, entre sollozos, papá Gregorio y mamá Alba: felicidad inmensa para los Fernández.

“Mi padre sufrió mucho y con Pablo, el hombre que siempre me daba trabajo en la construcción, hablaba de mí y lloraba”, resaltó para después agregar: “Nunca preguntó nada sobre Malvinas; recién hace seis años hablamos algo de lo que pasó en la guerra”.

 Pasaron volando los días del reencuentro hasta que llegó el momento de regresar al cuartel. “Cuando tenía que volver después de mi licencia, no querían que viajara, pero como iban a declararme desertor, regresé a la base y finalmente en noviembre de 1982 me dieron la baja”, indicó.

 

Insomnio, temblores y aislamiento

“Rehacer mi vida en Corrientes fue muy complicado: estuve un mes sin salir de la casa. Recién volví a la calle cuando mi hermano mayor me invitó a cenar en una hamburguesería cerca del ingreso a Canal 13”, recordó. Todavía esos días confusos le generan una extraña contorsión en el rostro.

El infierno ya asomaba una vez más y no lo dejaba dormir. “Parece que en esos momentos recién me empezó a ‘bajar todo’; en mi cabeza tenía los bombardeos y me temblaba la mano. Fumaba mucho también y recuerdo que por los temblores mi papá me tuvo que regalar un encendedor porque no podía siquiera prender un fósforo”, manifestó.

Las noches eran largas para el malvinero y muy pocos lo entendían. “No podía dormir y mi papá me acompañaba durante horas”, dijo y acentuó en que el refugio familiar fue su trinchera. “En esa época no podías decir que eras ex combatiente, se burlaban de nosotros. Si preguntaban si fui a Malvinas, directamente les decía que no; uno renegaba de eso”, afirmó en coincidencia con la mayoría de los testimonios de sus pares correntinos, en este sentido.

En medio de tanta confusión interna lo salvó la contención familiar y su vuelta al trabajo en la construcción, además del recreativo partido de fútbol de cada fin de semana. “Fue como una terapia que me ayudó a salir”, reconoce.

Durante el 83, Ramón se casó con quien entonces era su novia y luego tuvieron tres hijos (dos mujeres y un varón). “También por esos años participé de las primeras reuniones de los ex combatientes, donde al principio éramos muy pocos”, recordó.

En cuanto al empleo, Fernández trabajaba en una empresa que, casualmente, tenía a su cargo la construcción de uno de los complejos habitacionales que conforman las Mil Viviendas, que luego le otrogaría su propia casa. También, era mecánico en Automotores de la Gobernación (arreglando y manteniendo los vehículos oficiales) y luego hizo lo mismo con los coches de la Jefatura de Policía.

 

Precipicio y caída libre

La posguerra le tendría preparada otra batalla al artillero Fernández, una muy dura y de la que muy pocos sobreviven. Los días malos comenzaron a ser más frecuentes, y a la par, los bombardeos volvieron a retumbar en su cabeza. De pronto, se desató el caos y regresó a la trinchera de la vida, pero más que resistir en pie, estuvo al borde del precipicio y cayó al vacío.

Eran fines de los 90, habían pasado 15 años del final de la guerra. “Hasta ese momento no tomaba alcohol, pero un día empecé beber un fin de semana completo, después ya desde el viernes, hasta que finalmente me encontré borracho todos los días”, sintetizó en cuanto al comienzo de otro infierno interior. “Me venían cosas a la cabeza; no podía dormir, tenía pesadillas. En mi mente aparecían como flashes las imágenes de la guerra”, describió y resumió: “Todo era un infierno y eso repercutió en mi familia. Se fue mi mujer y se llevó a mis tres hijos. Yo era alcohólico y no veía nada: desayunaba vino e incluso llegué a tomar alcohol de curar con agua porque ya no tenía plata para comprar más bebida… Así comencé a vender cosas de mi casa y me quedé sin nada, apenas un colchón sucio… perdí todo”.

El dolor por ese horror que le tocó afrontar todavía aparece en su mirada. “Tomaba todo el día, porque si estaba sobrio volvían los recuerdos de la guerra. Yo era un desastre: todo sucio, barbudo, melenudo; me juntaba con la vagancia y no escuchaba a nadie. Llegué a consumir drogas y peleaba mucho: era muy camorrero”, subrayó y mostró una amplia cicatriz en el codo y algunas más chicas sobre la frente.

En plena caída libre, apareció una mano o varias mejor dicho. “Un día una vecina del barrio que trabajaba en la Dpec le preguntó si me conocía Mario Báez (el compañero de artillería), quien también trabajaba allí y sabiendo que él era ex combatiente. Cuando le dice que sí, le cuenta lo mal que yo estaba y si se podría hacer algo. Entonces, Báez habló con José Galván (presidente del Centro de Ex Combatientes) y ambos fueron a plantear mi caso al hospital de Salud Mental, donde les dijeron que me llevaran para hacer un tratamiento”, contó.

Al poco tiempo, “vinieron a mi casa Báez, Galván y Vallejito (otro ex combatiente), pero yo me negué a ir con ellos; discutimos mucho. Y como alguien tenía que hacerse responsable de mí al traerme, Báez se plantó y asumió la responsabilidad: fue mi tutor. En realidad, me salvó la vida”, reconoció.

“Cuando me sacaron de la casa me fui sólo con un short, sin remera, descalzo, con picaduras de mosquitos, bichos de cualquier tipo, todo barbudo y con pelo largo”, describió. En el hospital estuvo dos años y se acuerda de un momento de lucidez, mínima al menos. Un día, sentado en el patio, miraba a su alrededor y se detuvo en los demás pacientes. “Entonces me dije: ‘Ramón, hasta dónde llegaste; esta es tu última oportunidad’. Ese fue el instante exacto en que decidí curarme”, rememora emocionado.

“De esa manera me recuperé, y gracias también a la ayuda de enfermeras, doctores y los amigos.  Además, fue importante la ayuda de una chica, Beti, a quien conozco desde hace 10 o 12 años. Hoy vive en el Sur y mantenemos contacto”, mencionó.

En el hospital, atravesó dos duros años de tratamiento, tanto por su adicción al alcohol como por el estrés postraumático que afectó a los ex combatientes. “Pero hoy puedo decir que estoy recuperado y hace 14 años que no tomo más alcohol. Salí muy seguro del hospital y por eso también digo que se puede salir del alcoholismo. Lo primero que hay que reconocer es que uno es alcohólico”, recomendó.

La deuda de todos

Ramón Fernández volvió a su vida en la desolada casa de las Mil Viviendas, que está cerca de una calle emblemática llamada, vaya metáfora, 2 de Abril. Volvió mejor y recuperó a sus hijos, los cuales hoy tienen 30 años, 28 años y 27 años; además de dos nietos: uno de 7 años y otro de once meses. También, dijo que mantiene buenas relaciones con su ex esposa.

Está jubilado por invalidez y los días son más calmos a sus 53 años, pese a que siempre sobrevuelan las pesadillas. Por eso dice “nunca más a la guerra” y que toda recuperación de las Malvinas debe concretarse por la vía diplomática. “No le tengo bronca a los ingleses, sino más bronca a las traiciones, por ejemplo la de Chile”, acotó sobre el final del diálogo.

En esos momentos buscó una frase concluyente para su primera nota contando sus dos infiernos. Y le salió perfecto: “Hoy Malvinas es orgullo, más allá de las pesadillas. Si apenas terminada la guerra los ex combatientes teníamos una contención social, económica, psicológica… nuestra historia sería otra sin dudas”. Las bombas ya no estallarían en la posguerra y se habrían evitado más muertes.

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