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/Ellitoral.com.ar/ Opinión

El inoxidable y extorsionador sindicalismo

“De la Rúa y Alfonsín atacaron a los sindicatos y no terminaron su mandato”.

Luis Barrionuevo, gastronómico, 37 años a cargo del sindicato.

En la conducción de las entidades con representatividad social, la perpetuidad y la corrupción tienen un maridaje casi infalible.                            

Los focos de la democracia siempre estuvieron casi exclusivamente dirigidos a iluminar el ámbito de actuación de la política. Ni aún con ello, se pudieron evitar los niveles casi increíbles de corrupción institucional.

Hasta la administración Kirchner, la modalidad más característica de los funcionarios públicos fue aquella que los convertía en sujetos pasivos del delito de cohecho, es decir la recepción de sobornos a cambio de favores a contratistas del Estado. Es lo que principalmente ocurrió en el proceso de privatizaciones de la Presidencia de Carlos Menem, y en la interminable saga de la empresa brasileña Odebrecht, que “coimeó” a casi todos los gobiernos del continente.

Con Néstor Kirchner primero, con su viuda después, se sumó el formato santacruceño, la corrupción  se volvió “empresarial”, es decir los gobernantes se pusieron de ambos lados del mostrador,  oficiando de  empresarios de ellos mismos para sustraer, desviar y lavar fondos públicos.

Pero mientras la política monopolizaba la atención de la sociedad, otros sectores de poder, que tenían el manejo y la representatividad de terceros, fueron evolucionando de manera solapada entre los pliegues sociales, convirtiéndose en verdaderas asociaciones ilícitas,  sátrapas del dinero ajeno, del poder sin límites, del sillón sin tiempo.

Me estoy refiriendo al sindicalismo argentino. La eternización en sus cargos, el enriquecimiento personal de los dirigentes, la confusión entre sindicalismo y actividad empresarial y política, la metodología del “apriete” y las elecciones “truchas” con juntas electorales adictas, conforman un panorama de una dirigencia fascista, corrupta y antidemocrática, que ha sabido eludir las exigencias de democratización de un pueblo todavía inmaduro.

Una sociedad no se vuelve democrática porque sus instituciones políticas se elijan periódicamente. Es democrática cuando tiene cultura democrática, y cuando todas sus instituciones intermedias, políticas, sindicales, educativas y religiosas se manejan de tal manera.

La exigencia de periodicidad tiene que ver con la cantidad y calidad de poder que se ostenta para incidir en la comunidad toda o en parte de ella.

Nadie que tenga la posibilidad de condicionar de alguna manera la vida de los ciudadanos, debe ser eterno en su cargo. Si tengo el gran poder de dejar sin transporte al trabajador, o sin clases a los alumnos, o sin luz a los usuarios, o sin banco a los clientes, o sin agua a los ciudadanos, o sin recolección de basura a los vecinos, de ninguna manera puedo tener a una misma vez la puerta abierta para eternizarme en los sillones del mando sindical.

Pero, a través del tiempo, la mayor parte del gremialismo desarrolló una extraordinaria resistencia al virus democrático, inmunizándose de sus consecuencias, como la periodicidad en los cargos, la rendición de cuentas y  la transparencia de gestión.

Una ley fascista como la Ley de Asociaciones Profesionales N° 23.551, que permite sólo a un sindicato por rama o actividad y no impone límites de duración de mandatos, de ninguna manera puede subsistir en el siglo XXI.

Pero el gremialismo argentino se encargó una y otra vez de hacer naufragar los intentos de reforma. Nadie olvida la denominada “Ley Mucci”, enviada por Alfonsín en diciembre de 1983, que proponía eliminar el sindicato único por actividad, obligaba a la incorporación de las minorías a la conducción de los gremios, impedía la reelección de los secretarios generales y prohibía a los jerarcas sindicales militar en partido político. El frente peronista sindical se encargó de asestarle al presidente radical el primer golpe duro, impidiendo la democratización gremial.

Con el manejo de inmensas masas de dinero, provenientes de las cuotas sociales y de los cuantiosos fondos de las obras sociales, los gremialistas argentinos se encargaron de atornillarse al sillón y construir poder a través de mafias que tienen que ver con sus propios gremios, con la política y con el deporte.

Ramón Antonio Balsassini, secretario general de los empleados de correo, está en su sillón ininterrumpidamente desde hace 55 años; Luis Barrionuevo, de Gastronómicos, hace 37 años; Omar Viviani, de taxistas, 33 años; West Ocampo, de Sanidad, José Luis Lingeri, de Obras Sanitarias, y Armando Cavalieri, de Comercio, se mantienen hace más de 30 años; el poderoso Hugo Moyano, de Camioneros, alcanzó los treinta años continuos; el sindicalista favorito de Cristina Kirchner, el hoy detenido Omar “Caballo” Suárez, lideró el Somu desde 1992; y sigue la lista.

También en la provincia de Corrientes sucede lo mismo, aunque en estos pagos la mayoría no son cuestionados en su honestidad.

Y, lógicamente, lo que toda la ciudadanía sospechaba sobre el “buen pasar” de los representantes de los trabajadores, mucho de los cuales viven en mansiones, pasó a otra categoría, la de los negocios del “apriete”, de la sustracción de dinero ajeno, del lavado de activos, cuando no de la complicidad con la droga.

Zanola, de bancarios, condenado por la mafia de los medicamentos; Pedrazza, de ferroviarios, por la muerte de Mariano Ferreyra; el marítimo Omar Suárez, detenido por enriquecerse a través del apriete en el manejo de los puertos; el albañil “Pata” Medina, extorsionador de empresas de construcción en La Plata, al igual que su colega Montero de Bahía Blanca, Marcelo Balcedo, el magnate de los autos caros, detenido en el Uruguay, entre tantos otros, demuestran cuán profundo caló la corrupción y la venalidad entre una dirigencia gremial que hace uso y abuso de su perpetua condición de poder.

El mandato de los políticos se cuenta por años, el de los gremialista por décadas. Cuando más tiempo subsisten las personas en posiciones de poder, se incrementa exponencialmente la tendencia a creerse infalibles, a corromperse, a armar trenzas, a copar instituciones, a hacerse del dinero ajeno confiado a su custodia.

El origen y la identidad peronista de la mayoría de la dirigencia gremial, puso siempre en tela de juicio la legitimidad de su accionar, como fueron los gobiernos no peronistas los que han sufrido mayor cantidad y virulencia de las medidas de fuerza. Sin embargo, negociaron con todos los gobiernos.

Si Baradel, el preceptor alérgico a la tiza, tiene el inmenso poder de dejar anualmente sin clases,  por varias semanas, a los niños de la provincia de Buenos Aires, es un absoluto abuso de su condición que se repite una y otra vez en su cargo. Y así, el resto.

En 1983, luego de la larga noche sin instituciones políticas, la Argentina reingresó al sistema democrático, van 34 años de ello. Pero no todos se incorporaron por la puerta grande. El gremialismo, entre otros, sigue prendido a las viejas prácticas de la prepotencia, la perpetuidad, el manejo indiscriminado y la negociación espúrea.

No parece que en este tema el gobierno tenga la suficiente fuerza para encarar una reforma. La flexibilización laboral ya fue al cajón.

La extorsión sindical representa las joyas de la abuela de la sobrevivencia política del  peronismo, y mientras se tolere la perpetuidad de los caciques sindicales, la gobernabilidad habrá que negociarla con ellos. Así de simple, así de lamentable.

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