El ejercicio del poder siempre le pasa facturas a la salud de los jefes de Estado. Más cuando es ejercido de una manera tan brutal como lo hace el presidente venezolano Hugo Chávez. Eso no quiere decir que esa sea la causa del mal que lo aqueja. El mayor problema de Chávez fue su sentimiento de omnipotencia. Tuvo una advertencia hace más de un año, cuando sus médicos sospecharon acerca de la gestación de un proceso canceroso. Sin embargo, él ignoró ese evento y descartó someterse a un chequeo médico.
Lo que sucedió no está motivado por un estilo de ejercer el poder, sino por una particular concepción psicológica, según la cual el gobernante está por encima de todo y cree que los cuadros clínicos que se le diagnostican forman parte de una actitud conspirativa para debilitarlo o desplazarlo.
Espero que esto genere un aprendizaje y que los presidentes entiendan que si tienen algún tipo de afección deben cuidar su salud de manera precisa y ordenada.
Hay dos cuestiones que son interesantes remarcar. En primer lugar, Chávez tuvo como consultor un profesor de medicina que vive en Boston, con lo cual marca una contradicción muy clara al demonizar al “imperio” y después recurrir a una persona que trabaja en ese mismo “imperio”.
El segundo punto es que se trató fuera de Venezuela. Hay una decisión de no darles participación a los médicos de su país. Es evidente que no confía en ellos y eso genera incertidumbre sobre cómo continuará su tratamiento.
Podría entenderse lo que sucedió como una urgencia que lo sorprendió en Cuba pero, sin embargo, eso no fue así. Fue a La Habana para ser tratado de una fístula anal y, tras la primera cirugía, aparecieron complicaciones y se le diagnosticó un absceso pélvico y luego un cáncer.
La decisión de viajar a Cuba no impidió que su cuadro clínico se conociera públicamente. Esas informaciones no pueden mantenerse ocultas. Hoy por hoy, no hay secreto posible para los jefes de Estado.
(*)Neurólogo, analista político del diario Perfil y autor de Enfermos de poder.