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/Ellitoral.com.ar/ Opinión

Un escándalo que conmueve

El 14 de septiembre, las imágenes de un camión repleto de cadáveres sin identificar circulando por las calles de la segunda ciudad más grande de México provocó que cientos de familias desesperadas acudieran a las puertas del instituto de Guadalajara para encontrar a sus familiares desaparecidos. Allí convivían el problema y parte de la solución: muertos por identificar y familiares que los buscaban. En medio, un organismo que sigue desbordado, trabajando a contrarreloj para resolver el mayor escándalo de su historia, tratando de realizar en dos semanas lo que no fueron capaces de resolver en tres años.

Muchos de estos cadáveres llevaban amontonados allí desde 2015, sin autopsia, sin pruebas de ADN, sin ni siquiera una ficha con su descripción. “Hacía mucho tiempo que no se realizaban inhumaciones. Si lo hubieran hecho, esto no habría sucedido”, reconoció el nuevo director del Instituto, Carlos Daniel Barba, que tiene plazo hasta el próximo 15 de octubre para registrar el perfil genético de todos ellos, facilitando la búsqueda de sus familiares, y enterrarlos. El anterior responsable, Luis Octavio Cotero, fue destituido poco después de que se conociera la noticia.

En las instalaciones del centro cuentan todavía con 415 cadáveres sin identificar, según las últimas cifras oficiales. Desde que estallara la crisis en el organismo, solo han sido reconocidos 29 muertos y han logrado recabar el perfil genético de 119, de los cuales 102 han sido enterrados en el panteón de Guadalajara. Cada lápida está marcada con una letra del abecedario -los muertos se han convertido en un código, número de fila y letra- la fecha de la inhumación y unas flores secas que donó el Gobierno de la ciudad. En una hora y media entierran a cuatro cuerpos. 

Una nota del diario español El País detalla que dos trabajadores del Instituto acondicionan a marchas forzadas con impermeabilizante rojo el resto de nichos vacíos.

A unos kilómetros de ahí, los portones del Instituto Jalisciense de Ciencias Forenses en Guadalajara son incapaces de cubrir el olor a muerto. El macabro aroma traspasa las rejas y se instala durante horas en la pituitaria. Desde ese momento, ya nada huele igual que antes; todo se mezcla con el siniestro hedor de la muerte. 

A las puertas de la morgue, cientos de familias de todo el país esperan con una mascarilla a que uno de esos cuerpos sin nombre sea su desaparecido. Lo hacen mientras intentan procesar la contradicción emocional más grande de su vida: la esperanza de que su esposo, hermano o hijo esté ahí y la desesperada necesidad de que no esté.

“El instituto tenía muestras de ADN de mi familia. Fuimos más de tres veces desde 2015 a buscar a mi hermano y siempre nos decían lo mismo, que ahí no estaba. Cuando vi las imágenes del tráiler en la televisión supe que teníamos que regresar e intentarlo de nuevo”, contó Ana María Soto, hermana mayor de Alejandro, que el día que desapareció, el 19 de diciembre de 2014, tenía 31 años. Hace menos de una semana que han enterrado a su hermano. Se lo entregaron en una bolsa negra, dentro de un ataúd sellado. “Lo que más me duele es no haberlo visto por última vez”. 

Su madre, una mujer humilde y ama de casa, se quebró junto a su tumba: “Perdóname hijo, nosotros tuvimos la culpa por no agilizar, por no insistir, por no haber hecho una manifestación afuera del instituto para que buscaran tu cuerpo”. La hermana pequeña de Alejandro, Karen Guadalupe, que intentó buscarlo en 2014, sigue desaparecida. Su familia sospecha con dolor e indignación que estará también entre el montón de cuerpos sin nombre que guarda el organismo.

Indudablemente se trata de un escándalo que conmueve. Mientras tanto, en México sigue habiendo 36.265 cadáveres sin nombre ni una tumba a la que llorar.

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