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Cuando la corrupción se siente en las urnas

Un 46% de votos de Jair Bolsonaro frente al 29% de Fernando Haddad constituyen una clara expresión de un pueblo hastiado de la corrupción dirigencial.  

Por Gretel Ledo 

Analista Política. Magister en Relaciones Internacionales Europa–América Latina. Abogada, Politóloga y Socióloga. Nota publicada en el diario Perfil.

Los resultados de los comicios brasileños guardan una lectura delicada para el escenario electoral que se asoma en nuestro país. “Ante todo, un abrazo a Macri, que terminó con la Dilma Kirchner” en palabras del favorito en las encuestas para la segunda vuelta, Jair Bolsonaro. Un 46% de votos frente al 29% de Fernando Haddad constituyen una clara expresión de un pueblo hastiado de la corrupción dirigencial. 

La matriz democrática de un gobierno puede corroerse a través de varios mecanismos. Uno de ellos es la corrupción. Quien es deshonesto en las pequeñas cosas, no actuará con honradez en las responsabilidades más grandes (Lucas 16:10). 

Los delitos de corrupción involucran la concurrencia de dos voluntades: el corruptor y quien resulta corrompido. El ida y vuelta es moneda corriente. Tanto uno como otro prestan su determinación para cometer el ilícito. Un funcionario que se apropia de dineros públicos atenta no sólo contra la propiedad de la institución sino que, al mismo tiempo, traiciona la confianza depositada en su persona en tanto servidor público investido de poderes. Opera complicidad en la medida en que se acepta un soborno y el escenario arroja beneficios para ambas partes. El perjudicado siempre es el mismo: el pueblo.  

Para explicar el fracaso político de la res publica, Marco Tulio Cicerón aborda la corrupción moral que caracteriza a una parte de la clase dirigente incapaz de conservar las virtudes que distinguieron a los grandes personajes forjadores del más glorioso pasado romano. Así, la causa última de los problemas del estado romano es provocada por unas pocas personas, que actúan exclusivamente bajo intereses propios y no en pos del bien común, creando dificultades con su actitud demagógica. Aquí está el puntapié inicial de la crisis de la República. La solución es eliminar los elementos peligrosos para lograr el restablecimiento del orden tradicional. Pero, ¿qué elementos deben eliminarse en este gobierno para que los vicios que atentan contra nuestra República dejen de aflorar? 

Si el Ejecutivo busca a toda costa la concreción de los proyectos viales de Participación Público Privada (PPP), aquellas empresas que hoy se encuentran investigadas tendrían que llevar a cabo un “lavado de cara” de sus directorios renunciando a sus compañías. Sumado a ello, no dispondrían hacia delante de la capacidad legal para ejercer el “derecho comercial” y tendrían que abonar multas al Estado en un equivalente a las coimas entregadas en compensación por la corrupción. Lo más grave resulta de la permisión para la continuidad en la participación de adjudicaciones de la obra pública. 

¿Hasta dónde puede llegar el “cambio de maquillaje” de un político? ¿Cuál es el límite de tolerancia de una sociedad? Se socavan las instituciones toda vez que resultan funcionales a los beneficios de la clase dirigente de turno operando por fuera del interés social común. 

Uno de los mayores problemas que hoy afrontan los gobiernos latinoamericanos es la cleptocracia, en tanto establecimiento y desarrollo del poder basado en el robo de capital donde el Estado es fuente de riqueza personal.  

Cuando el gobierno se torna en el trampolín para la práctica del agiotaje a nivel privado, el afán de lucro se perpetra en la médula del sistema democrático radicalizando la salida hacia la drástica extirpación del mal. Brasil hoy está afrontando altos costos políticos y la opinión pública alecciona a la dirigencia de turno. Argentina no puede quedar exenta de esta lectura. 

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