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Un debate centenario

Todo ocurre como si el tabú sobre los precios naciera en los pliegues mismos donde las explicaciones se multiplican. Nada ha cambiado sustancialmente en el devenir del debate en el tiempo, desde el siglo XVII a esta parte.

Por Juan Pablo Quiroga 

Magíster en Políticas Públicas (Georgetown University), doctorando en Ciencias Sociales (Flacso). Gerente de Relaciones Institucionales Walmart Argentina. Nota publicada 

en infobae.com

Existe una serie de temas que se repiten, con cierta recurrencia a lo largo del tiempo, en lo que hace a la discusión sobre los precios de los alimentos en el mundo. Llevo cuatro años estudiando el sistema de precios y el entramado institucional que le da soporte en distintos países como parte de mi tesis de maestría, en un primer momento, y ahora en el marco de mis estudios doctorales.

Lo sorprendente del caso es que hay, por lo menos, cinco características que permanecen en el tiempo y se reactualizan, con más o menos fuerza, en cada debate. En cada momento histórico. Configuran, por así decirlo, su forma o estructura más elemental.

En una palabra, todo ocurre como si no hubiese debate posible sobre precios que no incluya, en alguna forma, en algún tono o aspecto, estos elementos.

En primer lugar, hay una notoria incomodidad recurrente a hablar de precios. No en vano, muchos que intentaron regular o influir el mercado de precios (vernáculos y foráneos, de hoy y ayer), se vieron obligados a publicar biografías bajo el género de “confesiones” o “defensas” que expliquen su accionar. En cierta forma, todo ocurre como si el tabú sobre los precios naciera en los pliegues mismos donde las explicaciones se multiplican. Una ficción de abundancia que sólo oculta una falta.

Por otro lado, existe cierta tensión entre la economía moral del valor justo y la economía política del precio de mercado. Después de todo, los alimentos mantienen un estatuto ambiguo que define su doble condición de bienes de consumo y de símbolos elementales del pacto social. Es el entramado institucional que cada sociedad pone en juego lo que carga el peso sobre el mercado como mecanismo de regulación de esa ambigüedad, o bien sobre la política a partir del desarrollo de dispositivos de provisión o sistemas de protección social.

En tercer término, es esa tensión de resolución (vía el mercado o la política) la que deriva en una amenaza siempre latente de acción colectiva. Una práctica que también tiene raíces históricas profundas y que pasó (tristemente) a formar parte del repertorio de acción colectiva de diversos sectores sociales. En Argentina, el saqueo ha sido su manifestación más estable en los últimos años.

En cuarto lugar, hay una omisión recurrente: la discusión sobre las capacidades del Estado. Siempre se presume que el Estado y sus agencias tienen capacidades para intervenir los flujos de mercado. Es decir, según donde uno se pare en el espectro ideológico, el Estado o bien tiene capacidades para controlar los precios, o bien para distorsionar el sistema de mercado, pero nunca son puestas en duda en sus efectos.

Por último, el empresariado. Un lugar siempre signado por la limitación al cumplimiento, no cumplimiento de regulaciones, así como sancionado recurrentemente por toda una serie de prejuicios de fuerte corte moral y que desconoce o subestima su participación activa en el desarrollo de políticas públicas.

Lo cierto es que nada ha cambiado sustancialmente en el devenir del debate en el tiempo, desde el siglo XVII a esta parte. Por el contrario, cada coyuntura sólo parece actualizar (de manera particular, ajustada al tono de sus tiempos) las formas de un debate centenario. Una versión teatralizada, apenas actualizada en sus pliegues, de dramas ancestrales, siempre por concluir. Siempre por reiniciar.

En la Argentina de hoy, los esfuerzos, más o menos conscientes, más o menos contundentes, por parte de algunas empresas por un debate honesto sobre el tema parecen no estar a la altura de la voluntad de silencio de algunos, a lo largo de la cadena de valor, ni las expectativa de respuesta de otros. Una suerte de debate forzado a una clausura donde sólo los supermercados aparecen como un actor relevante.

Creer, como suele sostenerse, que la clave del éxito de cualquier política (como Precios Cuidados, por ejemplo) radica en un mayor control sobre los supermercados es desconocer no sólo el funcionamiento de la cadena de producción, distribución y comercialización, sino también el esfuerzo de muchas empresas del sector (después de todo, la oferta de productos del programa funciona casi preferencialmente en ese canal) por ofrecer alternativas que garanticen la sustentabilidad del programa a futuro y por negociar los mejores precios con la industria. Pero, por sobre todo, desconoce la voluntad de articulación y coordinación entre muchas empresas con las agencias de gobierno en acuerdos voluntarios y el hecho de que el supermercadismo es, en efecto, uno de los sectores más controlados de la actividad comercial, tanto en términos impositivos como de regulación general. Es precisamente por ser un lugar preferencial del control estatal que sus pisos de venta devienen en escenarios de la política pública local y nacional.

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