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/Ellitoral.com.ar/ Opinión

Garganta profunda

Un caso patético que se ajusta a nuestra alucinada forma de ser. Creer que todo es un partido de fútbol y como tal nos movemos. Que a partir de él nada es más importante y que existir es vivir de pasión en pasión, porque lo más preocupante es el miedo a perder. Aunque esa “garganta” venía repleta de informaciones no reveladas, que por peligrosas no debían reconocer a su relator, las nuestras son del conocimiento de todos, secretos a voces.

Por Adalberto Balduino

Especial para El Litoral

Garganta profunda” fue el informante con el cual dos jóvenes periodistas de The Washington Post, Carl Berstein y Bob Woodward, pudieron desenmascarar el caso Watergate, el robo de documentos del búnker Demócrata con conocimiento del entonces presidente de los Estados Unidos, Richard Nixon, militante de los republicanos. Se trataba de un grupo de infiltrados que pusieron micrófonos el 28 de mayo de 1972 y fueron capturados el 17 de junio del mismo año.

Fueron tan famosos que el libro “Los hombres del Presidente”, amén de denunciarlo, se convirtió en la película del año, llevada al cine por los actores Robert Redford y Daustin Hofman en el rol de los periodistas que investigaron el sonado caso: Berstein y Woodward. Hoy, Bob Woodward, que recientemente ha lanzado su último libro “Miedo. Trump en la Casa Blanca”, reaviva su memoria recordando detalles que hacen a la profesión de periodista: “En 1972, cuando yo tenía 28 o 29 años, a Carl Berstein y a mí nos llamaron difamadores. Y nos atacaron todo el tiempo, tratando de convertir el tema en un problema de conducta la prensa, no del presidente”.

Esto me trae a la memoria un dicho del científico Albert Einstein, que es muy importante porque aviva nuestra realidad que es la del requerimiento de información: “Lo importante es no dejar de hacer preguntas”. Porque ellas siempre develan, permiten conocer, tener el conocimiento vasto que ayude a entender para plasmar en una mejor escritura.

Las preguntas, si tienen respuestas fidedignas, permiten divisar la realidad de una sociedad. Dicen periodistas españoles que llegaron a Buenos Aires después del primer partido en la Bombonera del Boca-River, que les llamó mucho la atención que la gente consultada respondía que a lo que más le tenía miedo era a perder y no a ganar, que es lo fundamental. Razón que explica, de alguna manera, nuestra forma negativa de ver las cosas, miedo a perder, pero no a ganar. Es decir, vamos al revés de la normalidad. Hay una búsqueda desesperada a dramatizar más que a optimizar y lo que generalmente conspira con cuantos proyectos los argentinos nos embarcamos.

Siempre buscamos el pelo en la leche. Jamás nos damos por conformes haciendo lo lógico. Las preguntas atinadas como las palabras sirven para radiografiar un pueblo, ahorrándonos complicaciones creadas por nosotros mismos. Ernesto Sábato, un hombre serio de fuerte carácter, en su obra “Sobre héroes y tumbas” hace un análisis de cómo son las cosas ejemplificándolas con el fútbol: “Y a la final, pibe, se diga lo que se diga, lo que se persigue en el fútbol es el cepillar. Y te advierto que yo soy de los que piensan que mi juego espectacular es algo que llena el corazón y que la hinchada agradece, qué joder. Pero el mundo es así y a la final todo es cuestión de goles”.

Muchas de las cosas que nos acontecen es por desidia, por desconocimiento ya que la importancia está tan conectada a nuestros placeres y no a las obligaciones de saberlas urgentes. Es decir que nuestra “garganta”, si bien profunda aparentemente más benigna, es tan culpable como la más porque por ella circulan todas: las buenas y las malas. Es la suma de todas sin preocuparnos nunca, en principio por no preguntar, que es no interesarnos.

Existen canciones que ilustran muchas veces lo que nos falta, las que abundan, pero no son tan necesarias, las que escasean y cuestan encontrarlas por falta de responsabilidad: “Un amasijo hecho de cuerdas y tendones / un revoltijo de carne con madera / un instrumento sin mejores resplandores / Claro, Silvio Rodríguez no se da el gusto de pensar en nada que no valga la pena, sino en decir lo que todos callan.

Dice Bob Woodward por qué preguntar es bueno cuando se trata de periodismo que piensa en los demás, ilustrando con un hecho que fue el detonante de la política norteamericana: “Este fue el caso con Nixon en el Watergate. Los republicanos estuvieron con él hasta el final y todos lo abandonaron cuando se dieron cuenta de que había dicho demasiadas mentiras”. Debemos recuperar la confianza enfatiza Bob, porque en los Estados Unidos se desconfía de la prensa como consecuencia de la andanada de argumentaciones de Trump. “Así que tienes un ambiente en el que la gente no confía en nosotros. Debemos recuperar la confianza y la única manera de hacerlo es recuperar la calma, hacer buenas informaciones, presentarle los hechos a la gente y no ir a programas de televisión a golpear la mesa”. O, sea “el periodismo de guerra” no es tal por gritar, desafiar, amedrentar. Eso es circo, del cual los medios se retroalimentan, y la gente se aleja cada vez más de la realidad. Esto no trata de mezclar la realidad con la irrealidad, sino de acentuar con claros ejemplos que las preguntas nos caben a todos, periodistas y ciudadanos. Que todos nos debemos explicaciones que forjen nuestro conocimiento, alimentando y construyendo criterio. Que no permitan el desarrollo ilimitado de una “garganta profunda” que mucho lo sabe y que los argentinos hemos fomentado mezclando lo bueno con lo malo, cuando corresponde separar lo uno de lo otro, para que ella no emita materia nociva.

Recuperarnos demanda, en principio, preguntarnos y preguntar qué hacemos y por qué. Luego, actuar responsablemente poniendo límites a las cosas indebidas. No pensar en la amargura por el miedo a perder, sino pensar en ganar para no perder tiempo ni ganas. Acometer. Vencer ostentando ansias y perseverancia. 

Allí retomo a Silvio Rodríguez que da en la razón esencial, cuando se inspiró en “La maza”, como en una escuela ciudadana donde la vocación es la razón de todos, pero que se la ejerce con la verdad en manos: “Si no creyera en la balanza/ en la razón del equilibrio / si no creyera en el delirio / si no creyera en la esperanza. / Si no creyera en lo más duro / si no creyera en el deseo / si no creyera en algo puro. / Si no creyera en cada herida / si no creyera en la que ronde / si no creyera en lo que esconde / hacerse hermano de la vida. / Si no creyera en quien me escucha / si no creyera en lo que duele / si no creyera en lo que quede / si no creyera en lo que lucha”. 

Me pregunto: ¿valdría acaso la pena vivir?

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