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/Ellitoral.com.ar/ Opinión

Contrastes entre Argentina y Brasil

El presidente de la Cámara de Diputados de Brasil rompe con Dilma. Guerra total: “esto no termina hasta que caiga uno de los dos”. Tuiteado desde Río de Janeiro el 17 de julio de 2015, el pronóstico pecó de optimista: al final cayeron los dos. Hoy, Dilma Rousseff pena como candidata a senadora por Minas Gerais. Mientras tanto Eduardo Cunha, ex presidente de la Cámara y “padre del golpe”, pena en serio: el juez Sergio Moro lo condenó a 15 años de prisión por corrupción, evasión impositiva y lavado de dinero. Brasil no es para principiantes, decía Tom Jobim. Tampoco para iniciados, gruñen desde la cárcel los más de 60 convictos por el Lava Jato, la mayor investigación de corrupción de la historia.

En una nota en el diario La Nación, Andrés Malamud -politólogo e investigador en la Universidad de Lisboa- dice que los presos recorren todo el espectro ideológico. Y, a su modo, hacen justicia social: en un país patriarcal, con millones de pobres y mayoría mulata, los convictos son mayoritariamente hombres, blancos y, por supuesto, ricos. 

Los ex presidentes presos son una especie prolífica. En Corea del Sur, un caso modélico para los países en desarrollo, tres de los últimos seis fueron condenados por corrupción; el cuarto fue más rápido y se suicidó mientras lo investigaban. Perú es un digno competidor: de los últimos cinco presidentes hay uno preso, uno prófugo, uno indultado y otro renunciado. El quinto, Alan García, estuvo exiliado durante diez años y hoy se encuentra bajo investigación.

Luiz Inácio Lula da Silva es el sexto ex presidente encarcelado, aunque es el primero en serlo por un caso de corrupción. El fenómeno se extiende para abajo y por todo el cuerpo político.

En 2004, el juez Sergio Moro publicó su ahora famoso opúsculo en que vaticinaba el Lava Jato bajo el ejemplo del Mani Pulite. 

En 2002, un candidato presidencial llegó a afirmar sobre la dictadura que “los militares, con todos los defectos de visión política que tuvieron, pensaron a Brasil estratégicamente”. Ese candidato era Lula.

Visto desde la Argentina, donde los militares perdieron una guerra y organizaron una represión sangrienta, es inadmisible que las Fuerzas Armadas intervengan en la vida pública. Visto desde Brasil, donde el odio de clase envenena las relaciones sociales y 60.000 personas son asesinadas cada año, las Fuerzas Armadas evocan el orden antes que el autoritarismo. No se trata de justificar, sino de entender. 

El problema no es que los militares hablen, sino que los civiles hayan abdicado de controlarlos. 

Brasil es hoy una democracia tutelada, en la que los uniformados no gobiernan, pero tienen poder de veto.

Los contrastes con la Argentina también se manifiestan en las investigaciones de corrupción, pero al revés. Para empezar, la prisión de Lula no es preventiva: ya fue condenado en dos instancias. Guste o no, el ex presidente está en la cárcel por sentencia y no por sospecha. 

Al lado de Comodoro Py, el circo judicial brasileño parece una ópera. Y Lula no está proscripto: la habilitación de las candidaturas la realizará el tribunal electoral recién en septiembre, un mes antes de las elecciones. La prisión no anula los derechos políticos hasta su confirmación por la cuarta instancia. En cualquier caso, las chances de que Lula sea habilitado son mínimas: según la legislación aprobada en 2010, bajo su mandato, la condena en segunda instancia gatilla la inelegibilidad.

También en contraste con la Argentina, en Brasil las clases medias se movilizan más que las populares. 

Para la credibilidad de la Justicia y el futuro de la democracia brasileña, el problema no es Lula preso, sino Temer libre.

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