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/Ellitoral.com.ar/ Opinión

Militarizar la seguridad en la Argentina

Por Gastón Chillier y 

Paula Litvachky

Gastón Chillier es director ejecutivo del Centro de Estudios Legales y Sociales (Cels), una organización de derechos humanos de la Argentina. Paula Litvachky es directora del Area de Justicia y Seguridad del mismo centro.

Extracto publicado en New York Times.

La reforma militar del presidente Mauricio Macri, que le da a las Fuerzas Armadas Argentinas misiones de seguridad interior, se puso en marcha con el lanzamiento del plan “Fronteras Protegidas” en el extremo Norte del país.

Para combatir el narcotráfico y la trata de personas a lo largo de 3.000 kilómetros en la frontera Norte de la Argentina, “estamos sumando el valiosísimo aporte de nuestras fuerzas armadas en un apoyo logístico”, dijo Macri en un discurso ante integrantes de las fuerzas armadas y de seguridad.

Esta medida altera el modelo que consolidaron cuatro gobiernos democráticos, basado en subordinar las fuerzas armadas al gobierno político y a las instituciones, al tiempo que limita su campo de acción a las amenazas estatales exteriores. La reforma impulsada por Macri —que refuerza una preocupante tendencia regional de asignar a los ejércitos labores que tendrían que ocupar las fuerzas policiales— no responde a los problemas reales de seguridad en la Argentina e implica riesgos para la garantía de los derechos humanos.

El decreto presidencial del 24 de julio es ambiguo en su redacción y abre la puerta a prácticas militares que podrían violar las leyes que establecen una estricta demarcación entre seguridad interior y defensa exterior. Ahora, con el inicio del despliegue de tropas y justo después de la visita de James Mattis —secretario de Defensa de Estados Unidos y el primer jefe del Pentágono que llega a la Argentina desde hace trece años—, se busca legitimar la respuesta militar al terrorismo y al narcotráfico.

De esta forma, la Argentina se sumaría a la doctrina que, ante la ausencia de conflictos bélicos, sostiene que las principales amenazas a la estabilidad de los Estados del continente americano provienen de algunas actividades de criminalidad organizada transnacional, como el terrorismo y el narcotráfico. Y, además, asegura que estos fenómenos se deben confrontar con un ejército.

En la práctica, sin embargo, esta estrategia de militarización ha resultado un fracaso en los países de América en los que se implementó, como en México y Brasil. Y en la Argentina es una alternativa innecesaria y hasta peligrosa.

Las dos amenazas que para el gobierno actual justifican incrementar el margen de acción del ejército no tienen una dimensión significativa en el país. En su historia, la Argentina ha sufrido dos atentados terroristas, que aún permanecen impunes: en 1992 —contra la embajada de Israel— y en 1994 —contra la Asociación Mutual Israelita Argentina—. A partir de entonces, no se han perpetrado ataques de este tipo en el país. Desde los atentados de septiembre de 2001 en Estados Unidos, América Latina es la única región en el mundo donde no se han ejecutado actos terroristas fundamentalistas. Tampoco se han identificado en la región ataques solitarios, como los que se han producido en países europeos.

Por otro lado, si bien la Argentina tiene un problema asociado al aumento del uso de narcóticos, no es un productor significativo de drogas naturales, un exportador mundial de sintéticas, ni tampoco tiene grupos criminales del tamaño e incidencia de los que operan en México, Colombia o Centroamérica.

No obstante, el Gobierno invoca un supuesto estado de urgencia en materia de seguridad y narcotráfico, como si hubiera una situación repentina y descontrolada.

Las medidas anunciadas, sin embargo, no consideran los graves problemas estructurales que impiden intervenir eficazmente contra el negocio ilegal de las drogas: la corrupción policial, la ineficacia del sistema judicial argentino y la facilidad para el lavado de activos en el país. Si se quiere combatir el narcotráfico, esas serían las vías más efectivas para arrinconarlo.

La reforma también es cuestionable por el riesgo que implica para los derechos humanos. No se trata de un peligro teórico, es un hecho sustentado en la historia argentina  y en la experiencia regional (...).

Aunque la reforma militar argentina no introduce facultades para un despliegue territorial masivo de las Fuerzas Armadas, sí habilita su presencia en la frontera y en la custodia de “objetivos estratégicos”, tareas para las que no están entrenadas. Además, deja margen para que la inteligencia militar empiece a intervenir en cuestiones de narcotráfico y terrorismo a nivel interno, hecho que está prohibido por la ley.

La reforma elimina los obstáculos para una intervención militar más amplia ante “agresiones externas” que no sean de ejércitos de otros Estados. Eso significa que cualquier agresión que se interprete como que ataca a la soberanía nacional y la integridad territorial puede ser considerada una acción que justifique la intervención militar. Este cambio es inquietante porque el combate al terrorismo y al narcotráfico es invocado, a menudo, como excusa por diferentes gobiernos para dictar y aplicar leyes antiterroristas, demonizar organizaciones y comunidades indígenas y responder con violencia extraordinaria a protestas convocadas por la defensa de la tierra, por recursos naturales o ante reclamos de trabajadores (...).

Mientras se anuncia la reforma, la Argentina atraviesa una crisis económica y un ajuste fiscal profundo. Sin recursos materiales para incrementar el presupuesto de defensa, el Gobierno avanza en un cambio que les da mayor participación a los militares en unas políticas de seguridad interna que ya se vienen endureciendo en los últimos años.

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