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La inocencia como promesa de probidad

En todas las casas hubo regalos o mimos especiales para los niños, con sonoras exclamaciones de felicidad y deseos de bienaventuranzas. Los padres cada vez están  más ocupados en sus obligaciones profesionales y le restan tiempo a la tarea de compartir juegos y trabajos con los hijos.

Por Leticia Oraisón de Turpín

Orientadora Familiar.

 

Hemos festejado con toda la alegría que esto produce, el “Día del Niño”, como cada año en el día dedicado a ellos, a los más chiquitos, a la inocencia hecha vida.

En estas ocasiones especialmente, todos los ambientes se transforman con la algarabía y los juegos armados para aumentar el disfrute y el entusiasmo de los pequeños  protagonistas.

En todas las casas hubo regalos o mimos especiales, con sonoras exclamaciones de felicidad y deseos de bienaventuranzas,  porque los niños son el futuro y la promesa de transformar el mundo en algo mejor.

Esperamos siempre para ellos, la felicidad completa, sin asperezas ni contradicciones ni contratiempos de ninguna especie. Porque en los sueños y las idealizaciones, no existen los impedimentos y todo se construye con grandes aspiraciones.

Los imaginamos estudiosos, trabajadores, honestos, responsables, respetuosos y finalmente prestigiosos en lo que les toque actuar. Porque sabemos que no hay trabajo ni oficio que no pueda ser sublimado y reconocido, si es bien hecho y está realizado con ilusión y satisfacción personal.

Pero también cabe la pregunta: ¿quiénes son las personas, y cuándo enseñan y promueven la buena educación y el comportamiento civilizado, tolerante y a la vez dedicado y perfeccionista?

Se supone que la educación, el respeto y el buen comportamiento se gestan,  se fomenta y desarrolla en la familia, en los hogares, transmitido y corregido por los padres. Y los conocimientos y el empeño de aprender se realizan en la escuela  y es incentivado por los maestros que entusiasman a sus alumnos a descubrir todos los interrogantes de la ignorancia que debe ser superada.

Sin embargo analizando la realidad, con tristeza vemos que a veces esto no sucede, porque nos enfrentamos a niños y adolescentes cada vez  más irrespetuosos y desconocedores de los límites e incluso de las reglas elementales de comportamiento.

Y todo esto coronado en la escuela por el desinterés de aprender y de vencer su desconocimiento de una cultura básica, elemental y necesaria para desenvolverse en la sociedad que los contiene.

Nadie puede vivir en comunidad sin conocer reglas, códigos, principios y obligaciones, porque  desestabilizaría y alteraría las actividades y el natural desarrollo del núcleo.

Entonces da la sensación de que hay fallas en los hogares y en las escuelas, porque cada vez estas elementales herramientas son menos utilizadas.

Los padres cada vez están más ocupados en sus obligaciones profesionales y le restan tiempo a la tarea de compartir juegos y trabajos con los hijos, única manera de transmitir valores y corregir malas conductas.

Por otro lado, los maestros se encuentran con grandes reticencias de los alumnos a movilizar la inteligencia, y si el maestro no está bien preparado para enfrentar estas circunstancias, se frustrará y abandonará la tarea de insistir con creatividad para entusiasmar y seducir a los alumnos, a superar la comodidad y la pereza que los domina.

Hay que recuperar la vida familiar, hay que valorizarla y reconocer que allí se adquieren las primeras costumbres y la predisposición al esfuerzo; hay que volver a disciplinar en obligaciones comunitarias, ejercitándolas en las propias casas, con encargos de tareas.  Cada uno debe saber que no sólo existen derechos y prebendas, y que también hay responsabilidades, que deben asumirse.

Así mismo, hay que fortalecer la autoridad de los maestros para que vuelvan a tener el respeto que se les quitó y se les debe, que necesariamente inferirá en la mejora de la tarea de enseñar y transmitir conocimientos y costumbres de aprendizaje.

Finalmente se conseguirá desarrollar en todos los niños, esos sueños de los adultos, de verlos ubicados en la sociedad, con respeto, honestidad y prestigio bien conseguido por su dedicación esforzada en el trabajo humilde o  destacado que les toque realizar, porque lo que distingue no es el trabajo en sí, sino el amor y la dedicación con que se lo realiza.

Entonces sí, podremos decir  “Feliz Día del Niño”, niño que un día será un adulto valorado y querido en la sociedad que le toque integrar, porque será realmente un hombre probo.

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