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/Ellitoral.com.ar/ Opinión

Las decadentes universidades estatales

La inflación y la crisis económica han renovado viejos conflictos. Es el turno de la academia y son los trabajadores de ese sector quienes han paralizado la actividad hasta que se resuelva lo salarial. La discusión circunstancial abrió otros debates.

Por Alberto Medina Méndez

amedinamendez@gmail.com

@amedinamendez

 

Muchos afirman que no sólo son 57 las universidades nacionales que vienen haciendo paro de actividades, sino que también se suman a esa significativa lista los mas de 80 colegios universitarios que tiene el país.

Esta región no es ajena a ese fenómeno nacional y sus altas casas de estudios han ingresado a esa dinámica con matices, pero con idénticas consignas y con la misma preocupación que en todo el territorio.

Es probable que las demandas sean sensatas. En una economía inflacionaria si los salarios no acompañan esa indexación la capacidad de compra de todos los involucrados declina en forma secuencial y permanentemente. El asunto central es que esta supuesta lucha, que para muchos tiene una enorme legitimidad, recurre a mecanismos muy opinables, controversiales, bastante extremos y tan alevosamente extorsivos como incivilizados.

De estos ámbitos académicos se supone que emerge la elite de la sociedad, esa selecta minoría mas preparada intelectual y técnicamente, esa que accede a la formación de grado y también a la de posgrado.

Los máximos exponentes de la educación local han apelado, para plantear sus actuales discrepancias, a este dispositivo de la huelga tan antiguo como prehistórico, absolutamente desgastado y empíricamente ineficaz.

Si sólo se les ha ocurrido utilizar éste, que debería ser el de ultimísima instancia para presionar a quienes no responden a sus demandas, pues entonces la sociedad tiene un problema bastante más grave en sus manos. La ausencia de creatividad para hurgar por nuevos caminos y proponer alternativas superadoras para resolver este dilema habla de profundas carencias y agrega una preocupación adicional, aunque explica parcialmente la crisis general de la educación y de los valores de una sociedad.

Muchos no dimensionan aún la trascendencia que tiene que quienes se supone que enseñan a miles de alumnos lo más elevado de las ciencias, motoricen este vetusto y estéril modelo de resolución de disputas. Como ya es un hábito por estas latitudes, cualquier planteo gremial siempre pasa sólo por cuestiones salariales y económicas. Bajo este paradigma son otros los que están en infracción, los que no cumplen y lo perjudican todo.

Pocas veces hay autocrítica para revisar la calidad educativa, el nivel de los egresados y las falencias de un esquema que lleva décadas de fracaso y corrige muy poco y cuando lo hace, camina siempre a paso de tortuga. La política universitaria no está exenta de las miserias humanas. Los intereses corporativos aquí también existen. Lejos de la inocencia pretendida, juegan sus propias fichas en este retorcido tablero en el que se entrelaza lo político y lo sindical como sucede en cualquier ámbito de poder.

No ha faltado a la cita el típico oportunismo político de quienes esperan sacar tajada del corto plazo y llevar agua para su propio molino. La gente no es tonta y sólo unos trasnochados dirigentes que viven en su burbuja pueden creer que pasarán desapercibidos operando con tanto descaro.

Tampoco han estado ausentes las desproporcionadas consignas de la izquierda progresista y su rutinaria paranoia, esa que apela a convencer a todos de un plan sistemático para destruir la educación, privatizarla y hasta ponerla al servicio de vaya a saber qué extraños intereses foráneos. En realidad, son esos mismos que levantan esas insólitas banderas los que gobiernan varios de los claustros, los que administran cada centímetro con la misma discrecionalidad con la que luego critican al resto de la política.

Esos energúmenos que vociferan con desmanes tienen bastante poca autoridad moral para erigirse en los jueces de esta hora. Han tenido mucho que ver con el presente y el resultado de su trabajo está muy visible.

Jóvenes profesionales con indisimulables debilidades, que no han sido preparados para un mundo complejo y cambiante, a los que les cuesta desarrollar sus talentos y adaptarse a la grilla de los nuevos desafíos, hoy podrían criticar a quienes los formaron sin piedad alguna. Los han engañado, diciéndoles que estaban listos para ingresar al mercado laboral, que la sociedad los esperaba con los brazos abiertos y que el futuro sería extraordinario.

Omitieron avisarles que la realidad no es esa, que afuera las reglas son otras y que tendrán que esforzarse mucho más para desaprender las falacias aprendidas y compatibilizar lo que saben con la cotidianeidad. El impacto que sufren esos profesionales es gigante y, en buena medida, eso sucede porque no todos los que enseñan ejercen en el mundo real, sino que se han quedado empantanados en sus elucubraciones teóricas hablando de cosas irreales, que ahora son parte del pasado y ya no del presente.

Aquella universidad estatal que tantos nostálgicos añoran no es la de hoy. Pero esto no sucede por arte de magia, ni por la vigencia de un perverso plan destructivo, sino por lo que han hecho los propios protagonistas de ese sistema, con lo bueno y lo malo. Son ellos los que deben explicarlo todo.

Va siendo hora de mirar hacia adentro. La decadencia no es sólo remunerativa, económica y financiera, también esta la otra parte y ahí no hay margen para las excusas ni para buscar responsables fuera del sistema, sino que cabe hacerse cargo de los aciertos, pero también de los errores.

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