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La variante del voto vergonzante

En un año electoral tan complejo que se encamina hacia una inexorable polarización entre dos minorías que concitan la atención, muchos ciudadanos se sienten como atrapados en un callejón sin una salida tolerable a la vista. 

Por Alberto Medina Méndez

amedinamendez@gmail.com

@amedinamendez

Muchos sueñan con la aparición de un milagro que permita disponer de mejores opciones de cara a la elección presidencial, pero nada hace suponer que eso pueda ocurrir pronto ante la inminente proximidad de los comicios.

Bajo ese esquema un voluminoso grupo de votantes expresa su desazón y rabia, su impotencia y bronca, explicitando abiertamente sus incómodas sensaciones frente a un panorama que ofrece pésimos recorridos.

Lo hacen en cuanto foro se lo permite. En su casa con la familia, en el trabajo con sus compañeros de tareas, en el café y en las redes sociales con los amigos o en cuanto ámbito de lugar al clásico desahogo de este tiempo.

Se le atribuye a Aristóteles aquella frase que recuerda que “El hombre es dueño de sus silencios y esclavo de sus palabras”. Parece muy apropiada en situaciones como las de este presente y no ha perdido vigencia alguna.

La efusividad que conlleva la práctica democrática hace que muchos no utilicen filtros para manifestarse con claridad y los típicos miedos de otras etapas de la vida institucional parecen haber quedado atrás definitivamente.

Es así que hoy se puede identificar, sin demasiado esfuerzo, a dos extremos bien diferenciados que representan el núcleo duro que apoya a los planteos antagónicos con mayores chances de triunfar electoralmente.

De un lado están los que entienden que el Presidente en ejercicio merece un mandato adicional y esgrimen retorcidos argumentos para explicar porqué, pese al grosero fracaso, hay razones suficientes para renovarle la confianza.

Del otro lado, aparecen quienes amparados en ciertas cuestionables cifras intentan convencer a todos de la importancia de volver hacia atrás y recuperar la dinámica de la “década ganada” como única solución viable.

Un tercer espacio imprescindible, pero timorato muestra a miles de ciudadanos que no quieren saber nada ni con los primeros ni con los segundos. Detestan estar en este dilema y se resisten a resignarse.

Ellos afirman que ambas ofertas son deplorables y dicen descartarlas de plano, al punto que vociferan que jamás repetirían su voto porque han sido deliberadamente estafados y engañados en su buena fe.

Nadie debería dudar acerca de la honestidad intelectual de esas aseveraciones grandilocuentes y repletas de una locuacidad poco habitual. Seguramente en la mayoría de los casos son sinceras y genuinas.

Sin embargo, a medida que transcurren las semanas y los meses, se desvanece lentamente la chance de que pueda emerger una propuesta electoral sensata, sustentable y con actores que gocen de credibilidad.

No se vislumbra eso ya que muchos de los jugadores son viejos conocidos que no pueden borrar su militancia reciente y porque tampoco han hecho una autocrítica suficientemente contundente como para tomarlos en serio.

Los más nuevos, los emergentes, parecen amateurs y no han conseguido aún seducir a la sociedad sobre su capacidad para conformar equipos de trabajo profesionales y maniobrar en este momento tan difícil.

Ante esta circunstancia, es muy probable, que esta flamante casta de “indignados” locales, hoy encolerizada, con escasa paciencia, muy irascible y exaltada, deba serenarse, y asumir esta patética disyuntiva sumisamente.

Luego de tanto vehemente despliegue, de esta larga temporada de ofuscación inconducente, no querrán claudicar mansamente y muchos de ellos resistirán estoicamente y se mantendrán con su discurso hasta el final.

El orgullo humano en esto puede jugarles una mala pasada y hacer que ante la necesidad de aceptar lo inevitable, sean varios los que prefieran el silencio o la hipocresía de sostenerse en su alegato sin aparentes fisuras.

Los encuestadores, sociólogos y analistas políticos tendrán una dura labor para predecir el comportamiento de este sector de votantes vergonzantes, que por múltiples motivos preferirán parecer coherentes a reconocer el falso tropiezo moral de cambiar de opinión y terminar seleccionando lo posible.

Ante el riesgo de ser criticados por gente cercana, amigos, familia, colaboradores y compañeros de la vida, votarán a la menos mala de las alternativas, pero no lo reconocerán ni antes ni después para no desdecirse.

Esa actitud no es la mejor. Admitir con humildad y con hidalguía que los individuos toman decisiones en un contexto determinado, es también aceptar un rasgo de humanidad y falibilidad que enaltece y debe valorarse.

No es una situación sencilla. Sentirse secuestrado entre variantes que no conforman y que generan un profundo rechazo no puede ser una experiencia gratificante para absolutamente ningún ciudadano de bien.

Tener que optar entre una asociación ilícita de conspicuos autócratas, cínicos crónicos y delincuentes sin escrúpulos por un lado y de ineptos seriales, soberbios centralistas y cobardes inexpertos del otro no es el mejor de los escenarios para una sociedad que pretende crecer y progresar.

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