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/Ellitoral.com.ar/ Opinión

El hermano que más se nos parece

Como dos gotas de agua, coincidimos. Son todas coincidencias que inundaban el barrio de bullicio. Y que de la suma de estos hermanos del alma nacía la barra.

Por Adalberto Balduino

Especial para El Litoral

Como dos gotas de agua, coincidimos. Son todas coincidencias que inundaban el barrio de bullicio. Y que de la suma de estos hermanos del alma nacía la barra. “Familia” remendada con amigos donde todos crecimos, haciendo realidad lo que decía D’Artagnan: “Todos para uno. Y uno para todos”. Era la frase que fortalecía el carácter que nos distinguía. Era la consigna cumplida a “muerte”, como la unión de sangre aprendida del cine que simbólicamente dos dedos, uno con el otro, consolidaban para siempre esa hermandad que se cumplía muy a pesar aunque duela el corte hecho sin chistar, sin gritos ni lamentos mientras la sangre se unía. Esta alianza tenía mucho de sagrado y dolor, felizmente lejos y ajenos del parto a los 9 meses. Eran protocolos para confirmar guapeza y amistad en la hermandad que todos le escapábamos al corte simbólico.

Era una Argentina toda por hacer. Tiempo amplio. Ganas. Estudios. Trabajo. Amigos. Cines. Sin velocidades ni teléfonos que nos quiten la palabra. Eso sí, todos coincidíamos con la misma chica, pero solamente un amigo-hermano tenía la suerte de ser aceptado, tal vez por saber recordar poesías románticas del nicaragüense Rubén Darío que permitían armar una declaración con titubeos, pero declaración al fin. Claro, todo ello con la envidia de los amigos que si bien hermanos, los celos ajenos y la envidia natural ponían en duda el parentesco, porque quedábamos en la vía viendo si aparecía otro “tren” para tomarlo.

Pero éramos amigos y no cabía el enojo, el encono o el resentimiento. Siempre seríamos “hermanos”. Esa solidez que robustecía la barra era justamente el mérito de compartirnos con afecto. Fue y ha sido tan fuerte esa costumbre barrial de los amigos incondicionales, que los tangos en sus letras se hacían eco, así como las películas que resaltaban sus virtudes.

Recuerdo una que era la fuerza misma que consolidaba ese grupo de muchachos soñadores, creyentes fervientes en que los sueños si se les ponen el hombro, a la corta o a la larga, florecen en realidades que marcan nuestras vidas. “La barra de la esquina”, esa producción cinematográfica nacional del año 1950, consolida y establece la esencia misma de los amigos reunidos en la “fortaleza” de una barra, grupo de chicos florecidos en los barrios argentinos.

Con la dirección de Julio Saraceni y las actuaciones de un elenco colosal, llenaron de lágrimas y alegrías cada cine argentino: Alberto Castillo, María Concepción César, “Pepe” Marrone, Iván Grondona, Jacinto Herrera, con la sensibilidad de excelentes guionistas, Carlos Petit, Rodolfo Sciammarella y Manuel Alba, con la música de un consagrado Tito Ribero. Los tangos aportaron lo suyo. En “Romance de barrio” estrenado en 1947, Homero Manzi con Troilo decía: “Primero la cita lejana de abril./Tu oscuro balcón, tu antiguo jardín,/más tarde, las cartas de pulso febril,/mintiendo que no, jurando que sí./Romance de barrio, tu amor y mi amor,/por culpas que nunca tuvimos,/por culpas que debimos/sufrir los dos”. En un tango señero, “Adiós muchachos” de Felipe Valdani y Julio César Sanders, estrenado en 1927, se resalta al amigo-hermano: “Dos lágrimas derramo/en mi partida/por la barra querida/que nunca me olvidó/y al darles, mis amigos, mi adiós postrero,/les doy con toda el alma/mi bendición”.

Conozco lo que son los amigos, por eso me conmovió sin conocerlos el texto y la foto que me mandara Juan Raffo de Buenos Aires oriundo de Curuzú Cuatiá, contándome de la muerte del “Negro” Pedrozo, guitarrero y cantor que, de niños supieron formar con ese sueño inalterable que solamente la niñez y la amistad son capaces de forjar, dos grupos folclóricos calificados “Los Arrieros” y “Los Corochiré”, con los cuales siendo muy pequeños consiguieron en el Festival de Santo Tomé el pasaporte para poder participar en el Festival de Cosquín, Córdoba. Vemos en la foto a esos amigos-hermanos que supieron hacer de la amistad una sólida columna de hermandad: de izquierda a derecha, “Pola” Raffo, Manucho Andino, Pirincho Castro, Edgardo Acevez y quien partiera, Miguel Angel Pedrozo.

Dice al final de su texto Raffo: “Hoy nos duele tu partida ‘Negro’ y tenemos que afirmarnos en nuestras creencias para decirte adiós, hasta el momento que el Supremo lo disponga. Siempre estarás presente en nuestras reuniones, y nos dejas esa humildad, simpleza y cariño por todo lo vivido”.

Los amigos, sin duda, son mucho más hermanos por coincidir, por arremeter en las empresas más difíciles, de común acuerdo. Casi como un país en chiquito, más prometedor que el nuestro donde la única “grieta” la superamos a fuerza de cariño, de ganas, de entereza.

He tenido por amistad barrial una barra que siempre salió adelante, hicimos todas las locuras creativas que a muchos nos tendió un camino, el de probarnos que los amigos-hermanos son sólidos. La música nos unió, el cine con algunos de sus ejemplos nos fortaleció, la lectura común nos permitió develar ese mundo en ciernes que entonces prometía grandes cambios.

Muchos ya no están, pero quedan sus recuerdos que son lecciones y nuestra memoria que no deja de mencionarlos. Un gran hermano ausente, Yayo Falcón, clarinetista autor de la marcha de la comparsa Ara Berá. Su hermano Humberto. Juan Carlos Vallejos, un médico que en sus años mozos y de probada voz integrábamos un grupo vocal. “Moni” Feu, maestro, un ser humano de gran humor. Los chicos de la familia Blanco, Oscar, Amílcar, Daniel y Ernesto. Oscar Hurtado, hijo del cantor de Osvaldo Sosa Cordero que conjuntamente con el guitarrista Zarza conformaron el dúo Los Zorzales del gran maestro. Y muchísimos otros, no tan allegados, pero que se pierden en los caminos polvorientos de la vida.

La amistad es un don natural, no todo son amigos-hermanos, sino aquellos predestinados para arremeter juntos, dar todo lo mejor de sí.  

Cuando transcurre la vida vemos, como en una luneta de un coche, como el horizonte detrás nuestro se va achicando porque de frente viene otro, brillante de luz, radiante, pero lo de atrás es nuestra vida, la gente, los amigos y los amigos-hermanos que supimos tener. Me parece tan indicado rememorar algunas estrofas que habla de ello Alberto Cortéz, en su obra “Cuando un amigo se va”: “Cuando un amigo se va,/queda un terreno baldío que quiere el tiempo llenar/con las piedras del hastío./ Cuando un amigo se va,/se queda un árbol caído/que no lo puede llenar la llegada de otro amigo”.

Es único e insustituible.

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