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/Ellitoral.com.ar/ Opinión

Encuentros en la ausencia

Conversamos con Gabriela Cociffi, que es directora Editorial de Infobae junto con Julio Aro. ¿Sobre qué? Sobre las acciones de la Fundación “No me olvides”, la Cruz Roja Internacional y el Equipo Argentino de Antropología Forense, que  llevan adelante un proyecto de identificación de soldados argentinos caídos en Malvinas.
La periodista Gabriela Cociffi y el combatiente en Malvinas, Julio Aro, el día que viajaron al Vaticano, donde además de encontrarse con el Papa Francisco, le hicieron llegar una copia del documental “Héroe corriente”.

Por Carlos Lezcano

Especial para El Litoral

Escribir esta nota es entender, sólo un poco, los límites de las palabras: acercarse a lo innombrado y lo innombrable. La identificación de los cadáveres de soldados caídos en Malvinas que descansan en Puerto Darwin hace comprender la siempre tensa relación del lenguaje con el abismo, los umbrales de la vida y la muerte, y sobre la experiencia del silencio que impone el dolor.

Creo que contar esta historia para Gaby Cociffi no significa explicar sino llevar adelante la difícil  tarea de narrar lo sucedido y lo que aún acontece con la identificación de los soldados, participando activamente en esa tarea.

Todas las madres del mundo         [han llegado hasta aquí

En fila todas como las cordilleras

Traspasadas de todos 

    [los vientos posibles

Han llegado para llorar por sus hijos

Los siempre nacidos y afiebrados

Los siempre rebeldes en favor del sol 

    [y las migraciones.*

Clic, clac, clic, clac. Trap, trap, trap. “Ay, ay, ay” escribe Gaby Cociffi en su inigualable crónica. Ella cuenta los viajes de familiares a las Islas que permitieron el reencuentro entre madres con sus hijos para dar inicio a un nuevo vínculo. 

Giorgio Agamben dice que “en toda vida queda algo sin vivir, como en toda palabra algo queda sin ser expresado”. Me pregunto cómo soportaron la tristeza las madres, padres, familiares y amigos de los soldados “sólo conocidos por Dios”. Treinta y seis años de no saber dónde están los cuerpos de sus seres queridos. Tal vez vivieron esperando este momento. Pienso y los imagino en esa interminable espera, a la intemperie de un tiempo que no pasa y un dolor que no cede. A la vez, se me aparecen los rostros de los jóvenes muertos sin arrugas, con dolor y frío, allá lejos en las Islas.

¿Qué palabra habrán guardado los chicos, qué palabras sus madres? El silencio abruma esa distancia, pero ahora que ciento veintiuna familias ya saben dónde están sus seres queridos esa distancia se acorta mojando, con lágrimas, las piedras blancas de sus tumbas. Rezando y hablando a sus muertos, madres ya ancianas inclinadas o arrodilladas susurrando palabras al muchachito que despidieron en sus pueblos ya hace mucho. Esa cercanía a contra-muerte es la cicatriz, la huella de la herida que ya no sangra, una prueba del tiempo trascurrido y por fin un momento de paz.

Como en manada han 

    [llegado a llorar 

    [solo a llorar

Han llegado sedientas a brotarse 

    [desde las entrañas 

    [del desierto

A rumiar la ausencia 

    [como si fueran pastizales 

    [de silencio*.

—¿Cuándo comenzó tu historia con Malvinas?

—Comenzó cuando se recuperaron las Islas y yo era una joven periodista y me mandaron a cubrir a Puerto San Julián en Río Gallego lo que después fue la Guerra de Malvinas. Cualquier persona que está en contacto con algo tan fuerte como la guerra, algo tan trágico, algo donde el heroísmo de las personas está al lado tuyo todos los días, está marcada por esa situación. Pensás que por ahí la persona que comió con vos la noche anterior no vuelve de la misión y te dejó las cosas para su familia. Después de la guerra supe que no podía ser la misma, cambié mucho y me comprometí para siempre con los combatientes que estuvieron allí.

—¿Y cuándo comenzó esta historia de tratar de identificar a los soldados que están en Malvinas?

—En 2008. Empezó Julio Aro, veterano de Mar del Plata. El estuvo en las Islas y cuando volvió en el 2008, allá (Malvinas) se encontró en el cementerio de Darwin. Volvió para cerrar su historia. Lo explica él diciendo: “Volví para encontrar el Julio que había dejado allí” y creo que muchos veteranos –seguramente– dejaron a un joven y volvieron siendo otras personas. Cuando él volvió y vio las 121 placas que decían “soldado argentino sólo conocido por Dios”, entonces, cuenta, “me estalló la cabeza”. 

Le estalló la cabeza porque él sintió que esos compañeros no sólo habían quedado ahí, sino que habían perdido el nombre, perdieron la vida, perdieron todo. 

Cuando volvió a su casa, lo comentó con su madre y su mamá le dijo: “Yo te hubiese buscado hasta el fin de mis días”. 

Ahí me contactó, empezó a trabajar, se fue a Londres, conoció al coronel Geoffrey Cardozo. Y el destino quiso que este deseo de Julio coincidiera con la necesidad que también tenía Geoffrey, el coronel británico que llegó el día que terminó la guerra,  (él no combatió en Malvinas, porque gente que dice que combatió podría –sobre todo– informarse antes de decir las cosas). La misión de Geoffrey era contener los problemas postraumáticos de los soldados británicos, sufridos después de las batallas.

 Luego de la guerra, las personas quedan con un alto grado de adrenalina, de violencia, que los puede conducir al consumo de alcohol. Ante esto, él tenía que mantener la tropa en orden y contenerla. 

Pero cuando llega se encuentra con que en los campos de batalla estaban los cuerpos de los soldados argentinos en tumbas improvisadas, tapadas con rocas. Situaciones –obviamente– de guerra.

Los compañeros trataron de enterrarlos como pudieron, pero en un contexto de batalla, no hubo tiempo de sepultarlos. Cuando él se encuentra con eso, lo informa y le dicen, “bueno, vamos a tener que recoger esos cuerpos, buscar darles sepultura como corresponde”. El no sabía hacerlo. Entonces, busca doce hombres, de entre 30 y 40 años, “con entereza moral –dice– para poder soportar eso y la fuerza física para poder hacerlo”. Su tarea fue, durante meses, recoger los cuerpos de los argentinos de los campos de batalla. Consiguió así que un isleño le cediera el terreno de Darwin para hacer el cementerio. Habló con la Asociación del Cementerio de Guerra para saber cómo se debía construir, cómo debía drenar el agua para que los cuerpos se conservaran y todo lo demás, y los enterró con los honores militares en febrero del 83. 

Obviamente, muchos de los cuerpos no tenían identificación, porque la mayoría de nuestros soldados no llevaban la chapa identificatoria; incluso, varios de ellos habían pegado un papelito con sus nombres con una cinta scotch. Lo que después de 74 días de turba y humedad en las trincheras, evidentemente, estaba borrado. Identificó a los que pudo –estamos hablando del año 82, no había rayos, no estaba el ADN, nada–. En el año 82 se le ofrece al gobierno argentino de ese entonces –según consta– reconocer los cuerpos y la respuesta fue “no”, porque no querían que fueran repatriados.

Los ingleses estaban ofreciéndoles –en ese momento– traer los cuerpos e identificarlos o sólo identificarlos. Cardozo envolvió cada uno de los cuerpos con sumo cuidado con tres capas en el ataúd, para que en el futuro, si alguien quería, podrían ser identificados.

Cardozo le da su informe a Julio Aro en un sobre cerrado, cuando se entera de lo que Julio estaba buscando y le dice “vos vas a saber qué hacer con esto”. Como Julio no hablaba inglés, no entendió de qué se trataba el informe hasta que no llegó a Buenos Aires y lo pudo hacer traducir.

El empezó a trabajar muy despacio con esto para saber qué se podía hacer, qué no, qué querían las familias. Me contacta y es cuando me muestra un mapa enorme, un plano gigante del cementerio de Darwin. En esos días fui a ver una película sobre Malvinas y estaba muy conmocionada porque había una mamá, Nélida Chávez de Lobos –provincia de Buenos Aires–, que llorando en la pantalla gigante de un documental decía que ella iba a las Islas y rezaba a cada una de las cruces y gritaba “hijo dónde estás”.

Después, también estaba el papá de “El Tigre”, que decía que su mujer se había muerto esperando encontrar al hijo. Yo salí de ahí destruida, muy mal. 

—Te tocó el corazón.

—Es que yo soy madre de cuatro varones, eso es un cachetazo al corazón. Es imposible no llorar con esa mamá, imposible.

—¿Podés contarme el vínculo de Corrientes con Malvinas? ¿Cómo fue? 

—Tanto Chaco y Corrientes, son dos provincias que han dado la mayor cantidad de caídos y de gente que ha combatido. Hay unas historias de valor y coraje de Corrientes admirables, conmovedoras, de jóvenes que salían de provincias cálidas y llegaron a las tierras frías de Malvinas y defendieron sintiendo esa Patria helada patagónica, con el mismo fervor que hubiesen defendido su tierra caliente de Corrientes.

Lo digo con la admiración que eso me despierta. Yo tuve la suerte de visitar a algunas familias tanto en Corrientes como en Chaco, entre ellos a la mamá de Gabino Ruíz Díaz, un héroe muy querido en Corrientes, y una mamá maravillosa como Elma Peloso. Fue la primera qué le pidió a Julio Aro “quiero que hagas la tarea por mí de encontrar a mi hijo”. Fue la primera mamá para nosotros; Corrientes es esa primera mamá diciéndonos “sí quiero” con un gran valor en la causa de identificación, extraordinaria.

—Las fotos de Elma del 2016 son realmente muy conmovedoras. ¿Cómo fue hacer esa entrevista? 

—Cuando uno la conoce a Elma, lo único que quiere es que Elma sea su mamá. Uno la adopta rápidamente. Es una mujer absolutamente maravillosa, con una fuerza increíble me contaba la vida de su hijo con alegría. Le dije “no hablemos de la muerte de tu hijo, hablemos de la vida de tu hijo”. Porque de los héroes hay que recordar la vida que tuvieron, cortas, breves y valientes vidas. Gabino era un chico que trabajaba en el campo, que había ido a vivir a la casa de la abuela y Elma me contaba cómo fue creciendo y cómo la ayudaba en la casa y qué clase de hijo era.

La mujer nos había preparado empanadas, a Julio y a mí, para que estuviéramos cómodos en su casa y nos quedáramos un montón de tiempo hablando.

Me contó de la noche del 28 de mayo de 1982, cuando ella se acostó en la cama de su hijo y sintió que estaba tibia y después murió… y no es la única mamá que cuenta eso. Con Julio hemos visitado más de 120 casas de cada uno de los combatientes de Malvinas que estaban buscando la identificación de sus seres queridos, y sus madres relatan que sus hijos fueron a despedirse y ellas lo sintieron. 

Después de hablar con tantas mamás, yo sé que los hijos fueron a despedirse. No es una explicación científica, ni religiosa, es algo que va más allá. Es la sensación de una madre y de su hijo que dijo “acá estoy y vengo a decirte adiós”.

—¿Cómo fue la primera vez que fuiste a Malvinas?

—La primera vez que fui fue el 26 de marzo del año pasado (2018), mirá todos los años que esperé. Fue tremendo por varias cosas, por llegar finalmente a las Islas, por conocer Darwin, por ver esas mamás que por primera vez en 36 años sabían dónde estaban sus hijos y se abrazaban y les hablaban y les contaban la vida, lo que había pasado: “sabés que tu hermano se casó”, “sabés que pasó esto”. Era tremendo, profundamente conmovedor y para mí fue una mezcla, porque las madres me decían “llegué triste y me voy contenta porque ahora sé que está acá”. Pensé que ellas finalmente estaban también cerrando esos duelos que son difíciles de cerrar cuando no tenés respuestas.

—Hay algo en tu crónica que se repite y son las onomatopeyas como si el papel requiriera de que el silencio sea contado de algún modo. Conmueve mucho leer y escuchar eso.

—Malvinas tiene un sonido propio, que no es el del viento patagónico. A llegar a Darwin todos los sonidos tienen que ver con los que quedaron, son sus rosarios, con los papeles que dejan las familias con precintos atados, cartas que dejan y golpean contra las cruces, los rosarios que cuelgan –muchos de color blanco– y hacen clic clac clac. Vas llegando a Malvinas, a Darwin, y tenés un camino de ripio –piedritas blancas–. La mayoría de la gente es mayor, son mamás, papás y llegan como arrastrando los pies en esas piedritas y es todo sonido y viento que se te mete en el cuerpo. ¿Viste cuando un sonido te agarra de adentro, te agarra del cuello y se queda agarrado de vos? Es esa sensación. Te quedás atrapado con ese sonido.

—¿Y cómo te sentás a escribir eso?

—Mirá, esa nota de las onomatopeyas, en la que empiezo con los sonidos de Malvinas, la escribí cuando me subí al micro que volvía de Darwin al aeropuerto militar de las Islas en mi teléfono. El trayecto fue de entre 35 y 40 minutos de viaje; en ese tiempo escribí la nota y la transmití al llegar al aeropuerto. Fue lo que me salió.

—¿Qué te pasó la primera y última vez que fuiste (13 de marzo)?

—La primera vez que fui lo hice con uno de los antropólogos forenses y Morris Tidball-Binz, que es de la Cruz Roja Internacional, uno de los que comandó el grupo de antropólogos en las Islas, que hicieron un trabajo extraordinario con el equipo argentino de Antropología Forense.

El nos había dado –a mí y a Julio– 90 piedritas blancas (en ese momento eran 90 los identificados) y me dijo: “Por favor llevalas a las Islas, pónganlas en cada una de las cruces, porque estas noventa piedritas significan lo que las familias tuvieron durante estos 36 años, tenían estas piedras en sus zapatos y les impedían caminar bien, los lastimaban y los hacían sangrar. Hoy la herida, después de la identificación, va a empezar a cicatrizar. Van a perdurar, para siempre van a tener la herida, porque la piedra ya dejó la marca, pero ya no van a sangrar. Así que devuelvanlas a las Islas”.

Me pareció una metáfora extraordinaria, y la primera vez con Julio y con Geoffrey–los tres– pusimos en las tumbas identificadas las piedritas. Ahora no lo vimos a Morris porque vive en Ginebra; seguramente el traerá –cuando venga– las que faltan. Vamos a devolver las piedritas a cada una de las cruces y a mí lo que me impactó esta vez fue ver sólo diez, sólo diez cruces que dicen “soldado argentino sólo conocido por Dios”.

—Hay un camino recorrido, ¿no?

—Sí, porque antes, de las 230 cruces, 121 tenía “soldados argentino sólo conocido por Dios”. Entonces, más de la mitad de combatientes eran anónimos o no sé cómo decirlo. Ahora ya casi no quedan leyendas de “soldado sólo conocido por Dios”, y cuando vos te arrodillás frente a cada una de esas tumbas de verdad te surge… es lo más desolador que te puede pasar.

—¿Qué es la Patria allá? ¿Cómo sentiste la Patria en Malvinas? 

—Es como cuando llego a Corrientes o al Chaco, como cuando recorro la Argentina. Yo siempre me sentí en Argentina, porque lo es. Vos sabés que ahí, de verdad, no sentí diferencia, nada. No sentís que estabas llegando a ningún lugar, sentí que seguía en un lugar que es mi Patria.

(*Fragmento del poema 

Salar de Atacama. Rodrigo Galarza. 

Del libro Urubamba)

 

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