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/Ellitoral.com.ar/ Opinión

La fe de Pedro, el ex combatiente de Itatí que se encomendó a la Virgen y cumplió su promesa

En abril del 82 salió de su Yacarey natal para reincorporarse al Ejército. En las islas, ante el intenso frío y aturdido por las bombas y la muerte, el soldado pidió protección a la Virgencita. Volvió a casa e hizo un agradecimiento especial en la Basílica. Hoy es un custodio de la Patrona de la provincia y presidente del centro malvinero local. 

Gustavo Lescano

glescano@ellitoral.com.ar

La tierra y la fe moldearon la vida de aquel Pedro Armando Molina de 1982, un joven trabajador de la zona rural de Itatí. Pronto su temple fue puesto a prueba y la devoción por la Virgen sería su mejor refugio en medio de tantos bombardeos y muertes. 

A los 19 años partió a Malvinas, tras ser reincorporado por el Ejército, donde ya había cumplido con la conscripción en 1981. Era principios de abril del 82 y sabía que iba a la guerra, pero el poder cumplir con su deber y experimentar el viaje al Sur del continente -un paisaje tan distinto a los campos correntinos-, fortalecían al muchacho. Al menos lo animaban. 

El entusiasmo y la ansiedad, aunque también una pequeña cuota de nerviosismo, se filtraron luego entre las líneas de una carta que en Caleta Olivia escribió a su madre antes de ir a las islas. Esa fue la última noticia que tuvo la familia sobre él, al menos por 45 días. Un lapso difícil de sobrellevar por las distancias y por tanta desinformación experimentada en el país durante el conflicto bélico.

Pedro nació y se crió en el paraje Yacarey, en el acceso a Itatí. Integrante de la nutrida familia Molina (eran 14 hermanos en el 82 y llegarían a ser 16 tiempo después), el muchacho de esta historia trabajaba a principios de los 80 como changarín en el campo. 

Sus días pasaban entre la chacra familiar, los corrales y la venta de lo producido para subsistencia, hasta que en 1981 fue convocado al servicio militar obligatorio. Destinado al Regimiento 12 de Mercedes, el joven cumplió con buen desempeño la experiencia, tanto que integró la primera tanda de conscriptos en ser dados de baja antes de que terminara el año (una especie de premiación a los mejores calificados).  

De regreso a Itatí, continuaron los días de ardua tarea rural y también el acompañamiento a las misiones religiosas que se desplegaban en su zona. El trabajo y la fe ocupaban a Pedro. Por esos meses también se hizo un tiempo para inscribirse en la Escuela de Policía, empero no logró ingresar. De todas maneras, consiguió un puesto en una arrocera del lugar y su situación comenzó a mejorar. 

Una mañana de principios de abril cuando partía al trabajo en el arrozal, llegó su hermano en bici con un recado: “Te manda a llamar papá; tenés que ir a hablar con él porque mandaron una cédula de citación y tenés que ir de nuevo al Ejército”. 

Malvinas ya había sido recuperada por Argentina y soplaban vientos de guerra. Por la radio le llegaban noticias de los movimientos en el Sur y mantenían la atención del muchacho de la arrocera, quien hasta ese momento no imaginaba que lo volverían a convocar y su vida cambiaría radicalmente.  

Tras avisarle al patrón y cobrar los días que trabajó ese mes, empezó a prepararse para partir. No había mucho tiempo.  

“Entonces, antes de irme, me fui a la Basílica a despedirme de la Virgen. Le dije que me proteja, que no me pase nada: me fui encomendándome a ella. Volví a casa, me despedí de mis padres y hermanos y subí al colectivo”, recuerda Pedro Molina, 37 años después. 

El avión, el frío y una carta

En el ex combatiente se nota hoy una fe intacta y se percibe en cada gesto, en cada palabra acentuada de su relato en la entrevista con El Litoral. Constituyen, en definitiva, el eje de su historia.

Hay momentos en que los recuerdos fluyen sin pausa, pero hay otros lapsos en que debe hacer un esfuerzo: cierra profundamente fuerte sus ojos, como mirando fijo hacia su interior, mientras aprieta su cabeza con una mano hasta que la memoria le muestra la escena vivida que quiere describir en detalle. “Pará, pará, te cuento esto ahora, porque si no después se me escapa y no me acordaré más”, dice el malvinero con una energía y exaltación similar a quien está contando tramos imperdibles de un film dramático. 

Reconvocado por el Ejército, Pedro emprendió al viaje a Mercedes, donde debía presentarse el 6 de abril, cuatro días después del desembarco argentino en las islas. Conocía el lugar y eso lo tranquilizaba mientras formaba filas con los conocidos de la clase 62 y con los nuevos de la 63. Un oficial le asignó una función que ya había cumplido el año pasado: jefe reemplazante del servicio de artillería. Entonces, toma el mortero, la mochila y el fusil y empieza el peregrinaje a Malvinas. “Con coraje nos íbamos. Ya se hablaba de guerra”, apunta. 

“Esa semana que estuve en Caleta Olivia, escribí una carta a mi mamá. En ella decía que iba a dar la vida por la Patria”, señala orgulloso.

Partieron en tren desde el Paiubre en medio de una muchedumbre que los aplaudía en el andén. En pocas horas llegaron a Entre Ríos, donde pasaron la noche. “Al día siguiente, viajamos en avión, un Boeing 707, y fuimos derecho a Caleta Oliva. Era la primera vez que subía a un avión, hacía un ruidazo... tenía que ponerme el dedo en el oído...”, recuerda y lanza una risotada. 

En aquella localidad de Santa Cruz se instalaron en la Escuela Nº 29 por una semana. “Estábamos con Mario Soto, Mario López y con Gómez, Walter que es bellavistense”, enumera. 

El frío del Sur les dio la bienvenida y comenzaron a convivir con él. “Esa semana que estuve en Caleta Olivia, mientras hacía guardia en la costa, escribí una carta a mi mamá, y saludaba a mi vecino, a mis hermanos. En esa carta decía que iba a dar la vida por la Patria”, señala orgulloso. 

“Después pasamos en avión a las islas Malvinas, a Puerto Argentino. En esa oportunidad ya llevé algodón para mis oídos, jaja”, remata. 

  

Congelamiento y estallidos 

“Hacía un frío impresionante, el viento chiflaba”, cuenta Pedro imitándolo con un agudo silbido. “Ni bien llegamos empezó a caer nieve -describe-, y pusimos una carpa que apenas nos cubría. Varios fueron a hacer un reconocimiento del terreno, yo me quedé a cuidar los equipos. Hacía un frío terrible y me puse en cuclillas. Pero poco después no me podía levantar, se me enfriaron todas las piernas. Un oficial me preguntó qué me pasaba y le expliqué: me hizo hacer ejercicios para poder calentar los músculos y así levantarme”. 

Esa primera noche a la intemperie, a orillas del mar, fue casi imposible dormir para Pedro y sus compañeros: el clima se encargó de mantenerlos despiertos tiritando y ninguna manta era suficiente para protegerlos. 

Al amanecer, un café caliente y un par de galletitas apaciguaron un poco el frío. 

Luego los trasladaron a su posición de combate. “Estuvimos una semana, se escuchaba a lo lejos ametralladoras. Yo me encomendaba a la Virgencita para que no me pasara nada”, indica y sigue su relato con especial atención en respetar la cronología, siempre con la simpleza de palabras del correntino del interior, esa que lo hace ser directo: “Un día llegó un helicóptero de dos hélices, nos levantó y nos llevó a Darwin. A 200 metros del aeropuerto armamos nuestras carpas. Creo que fue el 29 o 30 de abril”. 

“A la mañana temprano, escuchamos una sirena... nos levantamos todos y salimos hacia un cerro donde nos aparecieron dos aviones ingleses, rasantes, y tiraron bombas en el polvorín: gran explosión y fuego por todos lados”, describe. “Luego vimos que trajeron cuerpos de nuestros camaradas en bolsas negras”, indica. 

Pasadas las bombas, “cambiamos de posición a unos 150 metros, hacia el otro lado, donde armamos los pozos de zorro y también instalamos el cañón”, cuenta. En esos momentos se intensificaron los ataques aéreos británicos y la muerte mostró su perfil ante el soldado correntino. “Después fuimos a Puerto San Carlos y las batallas eran intensas. Caminábamos por la costa del mar hasta que llegamos a destino y empezamos a colocar los morteros, pero aún no hacíamos pozos de zorro. Las plantas de mis pies estaban en carne viva; tenía las medias mojadas y muy desgastadas. El dolor era insoportable porque la tela se había fundido con mi piel”, indica con gestos de sufrimiento. 

Tras una tarde de resonar de las ametralladoras, la noche llegó con un silencio sepulcral, aunque sólo duraría unas horas, ya que en la madrugada las bengalas hicieron que por un momento el paisaje pareciera de día, pero sin el canto de aves, sino con el silbido de las balas rasantes. “Te enloquecían, hermano”, sintetiza Pedro. De vuelta a la oscuridad, los ingleses comenzaron a avanzar con todo. “De pronto, siento un disparo y una bala que me roza el cuerpo: agujereó mi campera. En esos momentos, un compañero mío cayó mal herido y me dice: ‘Molina, parece que me voy a morir’. Todos retrocedían y salimos del lugar”, cuenta el correntino evitando decir cuál fue el destino del colega herido. 

 

Plegarias en el pozo 

“Fuimos retrocediendo y me acordaba de los pozos de zorro que hicieron mis compañeros y corrimos hacia ellos, cuando cae una bomba: apenas nos salvamos, otros murieron. Entramos a los pozos y empezamos a tirar”, señala sin bajar un segundo la intensidad de su relato. 

“Esa noche desesperante me encomendé a la Virgen. No paraba de rezar y pedía que me salvara...”, dice aún conmovido, 37 años después.

La desesperación volvía con los recuerdos y tenía una razón. “Esa noche desesperante me encomendé a la Virgen. Recé el Rosario a mamá María, le pedí por mi vida. Y aunque no sabía bien los Misterios, no paraba de rezar y pedía que me salvara...”, dice aún conmovido, 37 años después. 

En su retroceso, y frente a la balacera, se refugian en otros pozos de zorro y el operativo tenaza de los ingleses se hace más asfixiante para los argentinos, que, sin embargo, mantienen su heroica lucha hasta el final. 

“Salimos por un campo minado y llegamos a Darwin donde nos hacen tomar nuevas posiciones. Allí encontré a mis compañeros, pero otros ya no estaban. Sólo se sentía olor a pólvora. Estábamos cerca del polvorín que habían atacado los aviones ingleses, a poco de haber arribado a las islas”, recuerda el ex conscripto. 

Durante esos días en Darwin, se sentían con intensidad el hambre y el cansancio. Las batallas no daban tregua y había alerta permanente. “Una noche de luna inmensa, les digo a mis compañeros: ‘Vamos a rezar a la Virgencita, ella nos va a ayudar. Yo soy católico y desde chico salía a misionar y sé que ella nos protegerá’. Así, comenzamos a rezar pidiendo que no nos pasara nada”, indica. 

Poco después la situación empieza a descomprimirse. “A las 22, vinieron y dieron el cese el fuego: nos habíamos rendido”, señala Pedro y recuerda que esa noche durmieron en un galpón. Afuera, la escarcha dominaba el paisaje. 

“Al otro día vimos que los ingleses hacían guardia con armas largas. Entregamos el casco y los armamentos. Y de ahí nos subieron a un helicóptero y nos llevaron hasta un barco, con el que fuimos hasta un campo de prisioneros. Al anochecer veíamos que soldados argentinos (por orden de ingleses) enterraban a nuestros camaradas muertos”, revela Pedro, aunque no tenía más información sobre esa funesta escena de los días como prisioneros. 

  

“Soy yo, vuelvo de la guerra” 

Los conscriptos argentinos salieron de Malvinas en un buque británico. Eran los primeros en caer prisioneros y en ser regresados al continente. “En el mar, de lejos, sólo se escuchaban bombas”, acota Molina al recordar ese viaje en la embarcación enemiga hasta Montevideo, Uruguay. En el puerto “nos entregaron a la Cruz Roja. Nos trataron bien los ingleses, comíamos de todo”, destaca. 

De esa manera cruzaron el Río de la Plata y desembarcaron en Buenos Aires. “Nos tomaron datos y firmamos unos papeles, para después subirnos a un colectivo que nos llevó a Campo de Mayo”. Hasta esos días en ningún momento pudo avisar a su familia sobre su destino. “Estuvimos una semana en Campo de Mayo hasta que salimos de Buenos Aires en tren hacia Mercedes, donde tuvimos un buen recibimiento”, resalta Molina. 

El ex combatiente recuerda que “el 5 de junio nos dieron de baja y vine en colectivo hasta Corrientes. De ahí un conocido mío me llevó hasta Ramada Paso. Y después, a pie, seguí hasta mi casa”. 

Allí nadie sabía nada de lo que sucedió con él en Malvinas y muchos menos que Pedro Armando estaba de vuelta. “Llegué a la una de la madrugada y golpeé la puerta. Mi papá me atiende y me dice desde adentro: 

“La gente me preguntaba lo que pasamos en Malvinas, pero venimos como boleados (dice y se toma la sien) y no era fácil hablar”, rememora Pedro.

-¿Quién es? 

- Soy yo, tu hijo Armando, que fui a la guerra.  

Ellos no creían que era yo, porque me tenían como desaparecido en combate. Alguien les había dicho que me mataron en un enfrentamiento y cosas así. Por eso aquella noche de mi regreso fue todo muy emocionante: lloramos, conversamos, les comenté todo lo que pasé allá. 

Al otro día mi papá preparó un gran asado con una media res a la estaca, invitamos a todos los vecinos”, recuerda con una mirada de emoción. “La gente me preguntaba lo que pasamos en Malvinas, pero venimos como boleados (dice y se toma la sien) y no era fácil hablar, te acordabas de algunas cosas, otras ya no”.

 

Promesas y pesadillas 

Recuperado de la emoción del encuentro, al siguiente día de haber llegado a casa, fue a agradecer a la Virgen: “Realmente lloré... mucho...”, dice el malvinero y se queda sin voz un par de profundos segundos. “Le agradecí que vine vivo”, alcanza a completar mostrándose fuerte de nuevo. Es que la emoción de los ex combatientes, sobre todo en vísperas del 2 de abril, es tan frágil que no se puede describir con palabras, solamente ellos saben lo que les pasa por dentro: orgullo, dolor, bronca... o todo eso junto.

En la dura posguerra, Pedro buscó encauzar su vida frente al olvido estatal. La fe volvió a ser su sostén y tras cumplir con las plegarias de agradecimiento en la Basílica, como había pensado en el infierno de Malvinas, el ex combatiente itateño se sumó a la peregrinación juvenil del 83. Y en ese septiembre “me vinculé con el padre Chencho y pagué mi promesa peregrinando desde Corrientes a Itatí en agradecimiento a la Virgen, porque pude volver de la guerra”, acentúa. 

“Eramos una familia muy religiosa y mi vecino era un sacerdote que falleció hace poco, se llamaba Ascensión Aranda, pero le decíamos Chencho Aranda: con él nos íbamos a misionar llevando la imagen de la Virgen”, recuerda con satisfacción.

No obstante, las huellas de la guerra seguían sangrando en su ser. “No podía dormir, tenía pesadillas. Mi mamá me llevó al doctor, y a un curandero también, porque estaba muy nervioso: cuando me atacaban los nervios era insoportable, parecía que ni yo me aguantaba”, describe como si todavía lo sintiera. 

Los médicos le recetaron tranquilizantes y con el correr de los meses, las pesadillas se morigeraron. 

 

El portero de la escuela rural 

En el primer año de su regreso, Pedro vuelve a ver a quien era su novia antes de ir a Malvinas (aunque ambos dicen que sólo había una simpatía y no era nada serio todavía, pero las sonrisas al contarlo los delata un poco).

Esta vez formalizan, se casan en el 83 y van a vivir juntos a una casita que levantaron cerca del ingreso a la localidad de Itatí. Un año después nacería su primer hijo, Jorge Rubén. 

“Muchos ex combatientes son muy devotos de la Virgen, se encomendaron a ella en la guerra, como lo hice yo y hoy le agradecen”, indica.

La búsqueda de un mejor trabajo también lo ocupaba en esos duros momentos. Intentó otra vez ingresar a la Escuela de Policía, pero tampoco pudo acceder a un lugar. “Entonces, trabajé en una empresa que construyó 40 viviendas en Itatí. Me dieron el puesto de pintor”, cuenta y luego continúa su cronología: “Por esos años, el padre Chencho me dijo que los ex combatientes ya podían aspirar a un mejor trabajo porque el Estado provincial abrió cupos para nosotros. Entonces Chencho me anima para que hablara con Félix Fernández, el director de una escuela rural de la zona que necesitaba un portero. El me dijo que no había problemas, que le hiciera una nota y que la presentaría al Consejo (de Educación). El trámite fue rápido y, de esa manera, me nombraron portero de la escuela rural del paraje San Benito, la 778 ‘Aaron Anchorena’, departamento de Itatí”, detalla con orgullo. “Ahí, con el trabajo, me fui acomodando. Mi cabeza comenzó a acomodarse”, resume.

Caminos rurales 

“Trabajé en esa escuela catorce años y medio. Vivíamos en Itatí en la zona rural, me iba nueve kilómetros a caballo o en bicicleta”, cuenta Pedro. Las cosas parecían marchar bien, hasta que las heridas de Malvinas vuelven a la superficie. “En los primeros años de mi vuelta sufría dolores en todo el cuerpo, los doctores me hicieron estudios porque me dolían todos los huesos, del frío que pasé en las islas”. Una vez más las súplicas a la Virgen de Itatí: “Los 16 de cada mes, voy a la Basílica y le pido a la Virgencita curarme. Con ella y los doctores, desaparecieron los dolores”.  

Molina también cumplirá luego otra promesa a la Patrona de Corrientes por la mejoría experimentada en la salud de una de sus hijas. La devoción por la Virgen se agigantó en Pedro y su familia. “Un día me cruzo con Tunino Medina, a quien siempre veía en el pueblo, y me dice: ‘Molina, mirá, la Virgen te encomendó para que seas custodio de ella’. Para mí fue una gran alegría y un 7 de diciembre de hace 13 años empecé a desempeñar esa misión, llevando en mi hombro, con otros custodios, la imagen peregrina en las festividades o en las misiones”, explica. 

Asimismo, su trabajo como portero escolar tendría un cambio más. “En los 90 pedí mi traslado a la escuela donde terminé la primaria, que me quedaba más cerca, a unos cuatro kilómetros de mi casa. Las autoridades accedieron y me mudé a la Escuela Nº 182 ‘Martín Miguel de Güemes’, en paraje Chilecito, departamento de Itatí, cerca de Ramada Paso. Ahí trabajé hasta que salió la ordenanza de retiro anticipado para ex combatientes, a la que me sumé”, rememora.

Por estos días Pedro cumple con su rol de presidente del Centro de Ex Combatientes de Itatí, cargo al que accedió hace tres años, a la vez que continúa su labor como custodio de la Virgen y es el encargado de entregar una imagen de ella a cada sede de los centros malvineros que la Provincia va inaugurando desde hace unos años en el interior.

“Muchos ex combatientes son muy devotos de la Virgen, se encomendaron a ella en la guerra, como lo hice yo y hoy le agradecen”, indica, y añade algo reciente que le sucedió: “Hace tres años, un 24 de diciembre me descompuse: fue un principio de infarto. La Virgen volvió a salvarme”, concluye ratificando que su principal pilar es la fe.

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Norma Isabel, aquella compañera de primaria

Pedro Molina contó su historia malvinera acompañado por su esposa, Norma Isabel Riquelme, con quien tienen tres hijos: Jorge Rubén, Susana Mabel y Johana Estefanía. “Nos conocemos desde la primaria, éramos vecinos del barrio”, recordó la mujer. Cuando fue a la colimba, “más o menos éramos novios. Teníamos entrevistas de lejos nomás, había una simpatía”, señaló.
“Escuchábamos por la radio sobre Malvinas y no sabía si él estaba ahí, no teníamos relación directa. Pero cuando vuelve de la guerra, y después de un tiempo, nos volvemos a ver. Sobre todo, cuando salíamos a misionar con la Virgen”, indicó Norma. También destacó que “la Virgencita, con su manto, lo protegió en las islas así como cuando volvió a sus casas”.

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