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/Ellitoral.com.ar/ Opinión

París bien vale una misa

John Carlin

Nota publicada en el diario 

Clarín.

Sí, mucha polarización, mucha “grieta”, pero se reirían de lo nuestro los franceses del siglo XVI. Las guerras religiosas de Francia entre papistas y protestantes durante la segunda mitad de aquel siglo fueron de otro orden. La orgía de sangre en París en agosto de 1572 conocida como “la masacre de San Bartolomé” acabó con las vidas de 3.000 hombres, mujeres y niños protestantes e inició un ciclo de atrocidades entre ambos bandos que solo se frenó más de dos décadas después gracias a la sagacidad del rey Enrique IV.

“Enrique el bueno”, como fue conocido, renunció al fanatismo de la época y se convirtió a lo que hoy llamaríamos el realpolitik. Criado como protestante, se cambió al catolicismo. No tanto por convicción espiritual, no porque un día se despertó y de repente sintió una ferviente devoción por la Virgen María o por los santos, sino por la necesidad de recuperar el control de París y unificar Francia.

Se cuenta que durante la ceremonia en la que proclamó su conversión a la Iglesia Católica el rey le dijo a un acompañante la frase, “París bien vale una misa”.

Ese mismo sentimiento tuvo algo que ver con la rendición francesa a los nazis en la Segunda Guerra Mundial. Ante la llegada de las tropas enemigas a las afueras de París en junio de 1940 el gobierno francés prefirió entregar la capital francesa a Hitler antes que verla destruida. 

Recordé esto cuando vi las imágenes en televisión de Notre Dame en llamas esta semana. Pensé también en cómo Notre Dame sobrevivió a la profanación de las iglesias que acompaño la Revolución Francesa de 1789. Y se me ocurrió reflexionar sobre la cruel ironía de que la famosa catedral había logrado resistir la maldad humana durante 800 años pero no a otra de esas infinitamente misteriosas bromas que Dios se gasta todos los días con nosotros, da igual que sea en Semana Santa, aquí en la Tierra.

Pero ante todo sentí ese mismo desgarro y esa tristeza con la que tanta gente dentro y fuera de Francia respondió a la noticia de que aquella maravilla del mundo ardía. Me sorprendió mi reacción. Nadie murió. Pero aunque han pasado ya algunos días me sigue afectando, como supongo que a muchos más, y me intriga entender porqué lo vivo como una pérdida personal.

Nunca he vivido en París ni siento ninguna especial afinidad con su gente. Más bien comparto el prejuicio general de que son bastante antipáticos. Pero he estado muchas veces y nunca me deja de asombrar su petrificada belleza. Ver París por primera vez a los 17 años despertó en mí una antes inexistente sensibilidad estética. Notre Dame, concretamente, ocupa un lugar especial en el paisaje mental de mi vida.

Sospecho que mi experiencia no es única. Notre Dame transmite la sensación de ser el alma hecha piedra de Francia, un país especial por su cultura y su historia e incluso por su geografía. Su arte, su literatura, su música, su arquitectura, sus revolucionarias ideas, su himno nacional, su comida, su vino, su tierra tan increíblemente fértil, su Atlántico y su Mediterráneo: Notre Dame lo simboliza todo y más. Decir que es “patrimonio de la humanidad” es quedarse corto.

El grito

Contemplamos Notre Dame como contemplamos las otras magistrales obras de arte producidas por el ingenio y el esfuerzo humano: como una visión de la inmortalidad, como -citando a Joseph Conrad- algo que “ata a toda la humanidad, los muertos a los vivos y los vivos a los que están por nacer”. Notre Dame pertenece a todos quizá más aún que otras genialidades de la humanidad porque no es fruto de un solo cerebro. No es la creación de un Voltaire, o un Mozart, o un Picasso. Quizá hubo un arquitecto que ejerció más autoridad que otro en el diseño de la catedral. Eso no lo sabemos. Lo que sí sabemos con absoluta seguridad es que miles de individuos anónimos la construyeron a lo largo de varias generaciones. Representa al ser humano en su máxima creatividad.

Y en su esencia, al ser humano en su fe. Bromas -las mías y las de Dios- aparte, se da la paradoja de que vivimos en la época más secular de nuestra especie desde la prehistoria pero las catedrales medievales nos unen como nunca. Cientos de miles de personas visitan cada año las grandes iglesias cristianas de la vieja Europa y sólo un reducido porcentaje de esas multitudes son practicantes. La mayoría de los que tenemos suficiente dinero para hacer turismo no creemos en Dios, o al menos le hacemos poco caso. No compartimos un gran esquema moral escrito, fijo y eterno. Todo es fluido y confuso. Cada individuo opta por lo que considera que le va bien en determinado momento, eligiendo de un amplio menú. Como cambiar de ropa según la moda.

Aún hoy después del incendio, según dicen, uno entra en Notre Dame y se asombra y se inspira y siente respeto, sea uno creyente o no, por la sublime certeza que transmite. El hereje más anti-Dios de nuestra época, el notorio escritor y científico Richard Dawkins, confesó el año pasado que le conmovía el sonido de las campanas en la catedral de Winchester. En estos tiempos confusos que vivimos quizá ni él ha podido del todo resistir el poder que ejerce el mensaje cristiano en los ateos de Occidente. La idea fundacional de amar al prójimo pesa en casi todos, por fortuna, y la noción de la resurrección después de la muerte no deja de ser envidiablemente consoladora.

Eso sí, uno emerge de la imponente penumbra de estos refugios sagrados y vuelve a la dura luz de un mundo en el que los niños mueren. Y en el que hace tres siglos Enrique IV de Francia acabó asesinado a manos de un católico radical. Pero valió la pena su real gesto de pragmática generosidad, como vale infinitamente la pena penetrar la inmensidad de una antigua catedral. Algo permanece, algo lo suficientemente fuerte como para que cuando Notre Dame se cae uno siente ganas de llorar.

 

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