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/Ellitoral.com.ar/ Opinión

Revolución educativa

En marzo de 2016 el presidente Mauricio Macri, en su primer discurso de apertura del Congreso, realizó un claro diagnóstico: “La educación pública tiene severos problemas de calidad y hoy no garantiza la igualdad de oportunidades”. Nadie podía dudar lo acertado de la foto. Por eso, el por entonces ministro de Educación, Esteban Bullrich, junto a sus colegas de todas las provincias, firmaron la Declaración de Purmamarca que trazó los ejes de la denominada revolución educativa que el Gobierno proponía llevar a cabo.

Han pasado más de tres años y en educación el Gobierno ha demostrado tener buenas intenciones, pero en concreto ha hecho poco. Es más, el diccionario de la Real Academia Española define el término revolución como “un cambio rápido y profundo en cualquier cosa”. Las medidas propuestas en la Declaración de Purmamarca, en el mejor de los casos, no hubiesen producido semejante cambio, sino una mejora demasiado gradual para la gravedad de la crisis.

El rector de la Universidad del Cema y miembro de la Academia Nacional de Educación, Edgardo Zablotsky, en una nota en infobae.com  se pregunta: ¿qué entiendo por una verdadera revolución educativa?, permitiéndose acudir a una cita de hace casi 15 años de Mario Vargas Llosa: “¿Cuántos de los lectores de este artículo saben que en Suecia funciona desde hace años y con absoluto éxito el sistema de vouchers escolares para estimular la competencia entre colegios y permitir a los padres de familia una mayor libertad de elección de los planteles donde quieren educar a sus hijos? Antes, en Suecia, uno pertenecía obligatoriamente a la escuela de su barrio. Ahora, decide libremente dónde quiere educarse, si en instituciones públicas o privadas.

En julio 2017 el cardenal Daniel Sturla, arzobispo de Montevideo, en una entrevista radial manifestó: “Lo que la Iglesia trata de proclamar desde hace muchos años en este país es que apliquemos el derecho de los padres a elegir la educación que quieren para sus hijos (…) Todo padre tiene derecho a elegir, para la enseñanza de sus hijos, los maestros e instituciones que desee, establece la ley”. El cardenal Sturla subrayó que este derecho “supondría dar a los padres que tienen dificultades económicas la posibilidad de poder también elegir, del mismo modo que lo hacen los padres que tienen suficientes medios”.

Esta declaración no hace sino reafirmar pasadas expresiones del cardenal. Por ejemplo, en una entrevista, en junio de 2015, Sturla fue todavía más incisivo preguntándole al periodista dónde mandarían los políticos a estudiar a sus hijos. Cuando el periodista le contestó que “seguro a centros privados”, el cardenal replicó: “Si fuera así, ¿por qué no les dan a los pobres lo que les dan ellos a sus hijos?”.

Es claro que dicha apreciación en nada difiere del pensamiento de Milton Friedman, quien, en una entrevista para el New York Magazine de 1975, declaró: “Yo culpo a las personas bien intencionadas que envían sus hijos a escuelas privadas e imparten cátedra a las “clases inferiores” sobre la responsabilidad de enviar sus niños a escuelas estatales en defensa de la escuela pública”.

Es hora de dejar de discutir cómo mejorar detalles de un sistema anacrónico y permitirnos ampliar nuestra visión. Debemos rechazar la falacia que insiste en que permitir elegir a los padres la escuela a la que concurrirán sus hijos, más allá de sus posibilidades económicas, atenta contra la educación pública. La educación no es una opción binaria. Estar a favor de la igualdad de oportunidades, a favor de la posibilidad de elección, no es estar en contra de nada.

Una última cita del cardenal Daniel Sturla, en este caso de abril 2015: “Si ponemos al chico en el centro, hay que apoyarlo. Sea público o privado, no importa. Lo que importa es salvar a los chicos concretos, porque si no, caen en lo que ya sabemos, la deserción escolar y por tanto lo que eso trae aparejado: la droga, la esquina, la cerveza”. Nada que agregar.

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