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Justificar lo indefendible

El debate político siempre invita a que algunos critiquen lo hecho, mientras otros argumentan para explicarlo todo. Son pocos los que se concentran en profundizar el diagnóstico para luego encaminarse hacia las posibles soluciones. 

Por Alberto Medina Méndez

amedinamendez@gmail.com

@amedinamendez

Los más apasionados caen irremediablemente en la trampa. Ellos creen que se trata de una simple pulseada mental en la que se dirime quién tiene la razón, buscando obtener una victoria intelectual muy poco trascendente.

Los infaltables fanáticos del oficialismo de turno presentan cientos de retorcidos números para mostrar supuestas mejoras y comparar estadísticas que dejan bien parado al gobierno respecto del pasado.

Del otro lado, los que tuvieron la responsabilidad de conducir los destinos del país en el período anterior hacen lo propio y tratan de explicitar sus logros haciendo creer a todos que vivieron casi en un paraíso terrenal. A estos impresentables grupos que poseen intereses demasiado concretos cuando argumentan en su favor se suman esos ciudadanos que jamás asumen su rol y que parecen haber votado a marcianos durante décadas.

Todos deberían hacer un mayor esfuerzo para reflexionar y revisar esta patética dinámica que precisa, urgentemente, ser cuestionada desde sus raíces para encontrar un cauce que conduzca hacia algún resultado positivo.

Nadie debería tener la insolencia de hacerse el distraído. Queda claro que los niveles de culpabilidad no son idénticos, pero cada uno, por acción u omisión ha participado de este proceso de progresivo deterioro que indigna. No importa cómo se diga, ni qué razonamientos se ensayen. Lo que hoy se vive es la consecuencia directa de una serie de desafortunadas decisiones que se tomaron expresamente o se ignoraron deliberadamente.

Es importante identificar a quienes fueron los protagonistas directos de ese derrotero. Eso ayudará a entender muchas cosas y a evitar repetir los mismos errores, pero no servirá para la construcción de algo mejor.

Falta mucha autocrítica de todos, primordialmente de la clase dirigente, no sólo de los políticos, sino también de quienes tuvieron posiciones relevantes en las organizaciones de la sociedad civil y conformaron este tablero.

La sociedad no queda exenta de esta tarea. No sólo los votantes han elegido muy mal, sino que han sido infantilmente crédulos apoyando ciegamente a cuestionables líderes a sabiendas de sus andanzas previas.

Otros, los más negativos y apáticos, utilizaron el camino de hacer de cuenta que no pasaba nada y que sus vidas no serían impactadas por la política. También se equivocaron y por lo visto no tenían demasiada razón para suponer que su actitud aparentemente sabia, los liberaría de la hecatombe.

A la luz de los desastrosos y abominables resultados que son, a estas alturas, inocultables e inobjetables, todos deberían tener un poco más de pudor y dejar de justificar sistemáticamente esto que es indefendible.

Corrupción estructural, pobreza extrema e inmoralidad política son parte del paisaje cotidiano. La justicia y la seguridad, la educación y la salud, el empleo y el progreso, el crecimiento y el desarrollo. No hay forma de estar orgulloso de lo conseguido en estas décadas sobre ninguno de esos tópicos.

Basta de darle vueltas al asunto. Se ha fracasado estrepitosamente. Sólo hay que ver lo que ha sucedido en el mundo y en este continente inclusive para ser concluyentes y abandonar este hipócrita sistema de excusas.

En vez de apelar a tantos atenuantes y tratar de amortiguar las severas críticas que se escuchan a diario es hora de dar vuelta la página y admitir esta frustración con esa humildad que se precisa para poder arrancar.

No vale la pena seguir invirtiendo energías en edificar una retórica grandilocuente que sólo pretende minimizar todo lo que ha sucedido cuando las evidencias son tan despiadadamente contundentes e indiscutibles.

Es hora de hacer un buen diagnóstico de situación, lo más certero posible, ya no para seguir poniendo énfasis en la secuencia de errores cometidos, sino para encontrar el punto de partida de la necesaria recuperación.

Un escollo para que esta bisagra aparezca es que la gente también debe entender que ha cometido múltiples desaciertos. Nada de esto hubiera ocurrido sin la complicidad de una ciudadanía indiferente y desorientada.

No sólo se ha votado a malos políticos, sino que se ha demandado la implementación de pésimas ideas que explican el presente. Un Estado gigante e ineficaz nunca puede ser un aliado adecuado del progreso. Gobiernos con empleados en exceso y de escasa calificación jamás prestarán servicios de calidad a ningún contribuyente, estafando a cara descubierta, a los reales pagadores de impuestos, esos que sostienen ese ridículo engendro que tantos idealizan y que no puede exhibir nada bueno.

Los países que prosperan tienen otras reglas. Ya nadie puede discutir eso ni siquiera en el vecindario de la región, donde varias naciones señalan el camino. Ya no es necesario buscar en otras latitudes. Aquí cerca hay interesantes ejemplos que responden a una matriz sensata de desarrollo.

Para poder superarse es preciso tener instituciones sólidas, una economía integrada activamente al mundo, un Estado esencialmente transparente y austero, una seguridad jurídica a prueba de todo, un clima de negocios amigable, regulaciones que incentiven inversiones e impuestos moderados que no se conviertan en un impedimento para producir y generar empleo.

Nada de eso se está haciendo hoy. Nada de eso está en la agenda de la política y de la gente. Por lo tanto, no se puede esperar que esto cambie mágicamente si la receta utilizada es, con matices, la misma de siempre.

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