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Un acuerdo que desnuda

El anuncio oficial por parte del Gobierno, que convoca a un diálogo para establecer una nómina de puntos en común de cara al futuro, ha sido la noticia más relevante del presente y amerita ser analizada en profundidad. 

Por Alberto Medina Méndez

amedinamendez@gmail.com

@amedinamendez

Ese gran acuerdo nacional en el que todos los sectores políticos logran coincidir para fijar reglas de funcionamiento de mediano y largo plazo es la máxima aspiración a la que puede aspirar una sociedad civilizada.

Es un suceso siempre deseable porque ofrece ciertos márgenes de previsibilidad al debate y enfoca la discusión central en esos asuntos que no consiguen consensos para intentar, desde allí, construirlos.

A muy pocos meses de una elección presidencial trascendente, el Gobierno pone sobre la mesa una herramienta válida pero absolutamente extemporánea. Lo hace en un momento de enorme falta de credibilidad y exhibe así, una vez más, su escaso talento para la política más elemental.

Un instrumento más que interesante empieza a dar sus primeros pasos con un pésimo pronóstico, sólo porque quien pretende ser el corazón de ese hito y propone esa unidad no tiene la legitimidad política para conseguirlo.

Esos acuerdos se proyectan cuando se tiene la fortaleza suficiente y no cuando se ostenta tanta fragilidad como para ser rechazado y humillado. Es una muestra de completa debilidad y de reiterativa impericia fáctica.

Este llamado a la concertación parece un acto de total desesperación y no precisamente virtuoso. Tiene demasiado olor a especulación electoral, esa que invita a que los opositores cometan el error de ignorar el convite.

Es muy evidente que la pretensión oficial es que si sus adversarios acompañan esta movida ellos finalmente se fortalecerán frente a ese inestable panorama coyuntural que inquieta tanto a toda la sociedad.

En ese esquema, los ideólogos de esta manipulación entienden que, si las fuerzas opositoras cuestionan todo y dejan de lado esta alternativa, será la opinión pública la que los castigará por su gesto mezquino y oportunista.

Está más que claro que no es una jugada inocente, sino que tiene una doble intencionalidad muy elocuente. A estas alturas todo está sospechado de estrategia electoral ante la inminencia de estos comicios tan determinantes.

Del lado opositor la actitud inadecuada tampoco está ausente. Ante semejante idea la respuesta es igualmente delirante y perversa. Ni los más moderados, ni los más extremistas, actuarán ahora con magnificencia.

Del lado de los aparentemente más “razonables” se titubea porque no hay convicciones y entonces todo se reduce solamente a ver cómo se saca provecho a este nuevo ingrediente que asoma en el escenario político.

Sólo están buscando su propia oportunidad y, hasta ahora, no han logrado ser una opción seria en este dilema donde la polarización parece ganar la pulseada gracias a la acción de los dos bandos que apuestan sólo a eso.

Los más fundamentalistas miran de reojo las urnas. Se sienten casi ganadores y no piensan hacer nada para resucitar a un Gobierno que consideran que sólo precisa algo de serenidad para renovar su chance.

Tendrán que evaluar detenidamente si, justamente, esa postura tan descaradamente esperable e indisimulable no les juega una mala pasada y les tira buena parte de la tribuna de los indecisos en su contra.

La tentación de derribar al oficialismo y aniquilarlo electoralmente se les puede convertir en un ancla. Su sed de venganza y ese insaciable espíritu de revancha que no ocultan jamás, puede ser hoy su enemigo letal.

Unos y otros ponen al país frente a una retorcida encrucijada demostrando, una vez más, sus cuestionables valores morales. Ambos debieron proponer esto al inicio de la gestión y no cuando el tiempo ya se acaba.

Si realmente creen genuinamente en este tipo de consensos amplios y generosos, haber esperado hasta esta instancia es una brutal canallada. No tienen cómo justificar esa postergación e invitan a pensar muy mal de ellos.

En cambio, si no consideraron nunca que el camino era edificar esa síntesis de coincidencias, pues están tomando de idiotas a los ciudadanos, utilizándolos ahora como parte de un experimento demasiado cruel.

La gente tiene otras prioridades y este ardid no hace más que aumentar el enojo generalizado. Los políticos lo saben y eso habla por sí mismo, porque mientras muchos siguen angustiados, ellos se divierten a expensas de todos y prolongan la agonía con una gigantesca e inadmisible maldad. Aquellos que consigan moverse mejor en estos meses serán los ungidos no por sus propios méritos, sino simplemente porque en esta disyuntiva el que comete menos errores puede triunfar, a pesar del desprecio de la mayoría.

El bendito acuerdo tendrá que esperar su turno. Ojalá que alguna vez llegue el tiempo para que esa madurez, que esta dirigencia contemporánea no tiene, aflore con vigor y sea ese el principio de un nuevo futuro. Con estos actores que, hasta ahora, mostraron lo peor de sí mismos esa grandeza no aparecerá. Para lograr un pacto sensato que prometa un horizonte esperanzador falta integridad, honestidad y una generación de estadistas capaz de dejar de lado sus vanidades para dar paso al porvenir.

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