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Una campaña con prontuario y sin promesas

A medida que se acerca la fecha clave los candidatos se alistan para dar la batalla final, esa en la que finalmente se agotarán las palabras y cobrarán valor los votos que cada uno obtenga. 

Por Alberto Medina Méndez

amedinamendez@gmail.com

@amedinamendez

La tradición electoral de estos países está siempre plagada de múltiples anécdotas e interesantes historias que adornan esa larga nómina de hábitos propios de casi cualquier proceso comicial contemporáneo. 

Sin embargo, en los últimos tiempos, algunas buenas costumbres han ido extinguiéndose progresivamente para ser reemplazadas por cuestionables ingredientes que pueblan estas audaces aventuras sectoriales.

En el pasado, durante la etapa proselitista era imprescindible un programa de gobierno que debía ser expuesto públicamente para que los potenciales votantes evalúen las ideas de cada uno de los proyectos políticos.

Las plataformas políticas eran moneda corriente hasta hace solo un par de décadas atrás. Hoy parecen ser absolutamente innecesarias, un elemento realmente menor e irrelevante en el contexto de una contienda electoral.

El problema no solo radica del lado de la oferta política, que claramente no siente esa necesidad de plantear sus ideas de fondo y cómo ejecutarlas, sino que también está ausente del lado del reclamo de quienes votan. 

La sociedad no precisa ahora de este tipo de complejos instrumentos para tomar decisiones de esta índole. Le alcanza con exhibir herramientas mucho más superficiales, alevosamente ambiguas y claramente menos criticables.

En un mundo despiadadamente líquido, en el que la información escurre rápidamente, con bajísimos niveles de retención, hábitos de lectura liviana y poca vocación por el análisis profundo, todo se diluye inexorablemente.

La destrucción secuencial de los partidos políticos y su inevitable vaciamiento ideológico fue parte central de ese largo deterioro que culminó con una comunidad hastiada que los rechaza sistemáticamente. El desprestigio de la actividad hoy ya no está en discusión y eso ha generado que sean cada vez menos los que se acercan genuinamente, y por lo tanto la política se ha convertido en un coto de caza de los peores. El presente está brutalmente signado ahora por el aterrizaje de los oportunistas, la peligrosa versatilidad de los discursos y el reinado del pragmatismo. Nada bueno puede brotar entonces con esa perversa lógica.

Bajo estos retorcidos paradigmas las sociedades modernas enfrentan elecciones ya no considerando ideas, sopesando propuestas concretas y evaluando su viabilidad en el marco de las circunstancias actuales. Los políticos saben que sus adversarios los atacarán cruelmente ya no por sus visiones sobre el porvenir sino por sus frondosos prontuarios, sus antecedentes judiciales y también por sus derroteros partidarios. Las propuestas no están en el centro de la escena y no son demasiado relevantes, al punto tal que una eventual presentación formal, con bombos y platillos, ni siquiera se discute en la mesa estratégica partidaria.

Alcanza entonces solo con mencionar una grilla de típicas frases hechas, una serie de lugares comunes y ciertos refranes grandilocuentes para seducir a los más incautos votantes con meras consignas triviales.

Son tiempos muy particulares. Se pueden ganar o perder elecciones apelando simplemente a la crítica al rival de turno. Lo trascendente es seleccionar los más contradictorios archivos mediáticos del contendiente para limar así sus coyunturales chances de lograr un triunfo. Ya no es necesario tener buenas ideas o hacer colosales promesas. Puede ser suficiente con ser el menos malo en la disputa. Eso, obviamente, baja la calidad del debate y también le quita valoración al resultado general.

Sería fácil cuestionar a todos los políticos y endilgarles a ellos esa responsabilidad. Indudablemente, tienen una considerable culpa en este dislate. En gran medida son los verdaderos artífices de este despropósito.

Pero sería muy necio e hipócrita desconocer que la sociedad toda también ha tenido mucho que ver en esta dinámica. No se ha llegado hasta aquí solo gracias a la insensatez de una clase dirigente mediocre. La gente también ha sido esencialmente funcional y ha contribuido enormemente a que se llegue hasta esta trágica instancia. Ignorar los elocuentes méritos cívicos sería un error gigantesco y una omisión piadosa. Nadie sabe, a ciencia cierta, cómo será el futuro, pero sería mas que deseable que aparezcan esos nuevos líderes, estadistas, de buen nivel intelectual, aptos para articular equipos de trabajo profesionales. Pero eso solo sucederá cuando los ciudadanos sean realmente capaces de identificar la complejidad del dilema demandando a todos los políticos una mayor calificación y un contenido adecuado que plantee soluciones. 

Los desafíos del presente no se resuelven con actos de magia o alquimia retórica, sino con conceptos claros, proyectos sustentables, previamente estudiados y un programa de implementación serio que garantice éxito.

Difícilmente esto se revierta de la mano de la política. No existen estímulos para que eso ocurra, al menos en el corto plazo. Por el contrario, si la gente así lo decide, esto puede mutar velozmente en el sentido adecuado, pero se requiere previamente una autocrítica que, por ahora, no se asoma.

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