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/Ellitoral.com.ar/ Opinión

Una sociedad que no supera su infantilismo

El escenario electoral tan próximo tiene en vilo a buena parte de una nación que espera que pronto suceda algo magnífico, que permita olvidar la percepción negativa que tiene sobre la actualidad. 

Por Alberto Medina Méndez

amedinamendez@gmail.com

@amedinamendez

Es hora de entender que los comicios, por sí mismos, no perturbarán para nada el curso de los acontecimientos. Asumir que eso funciona de ese modo es no interpretar adecuadamente la gravedad de lo que esta pasando.

Claro que el resultado que las urnas mostrarán, una vez culminado el recuento, incidirá en la forma en la que el futuro se presentará, pero eso no ocurrirá como consecuencia automática del sesgo de los ganadores.

En todo caso, cuando se devele el misterio y se conozca a los triunfadores, ese hecho confirmará o refutará ciertas expectativas de los actores económicos centrales y eso, a su vez, predispondrá en un sentido u otro.

Lo que definitivamente permitirá saber si el destino viene con excelentes o pésimas noticias serán las decisiones de políticas públicas que se piensan tomar en esa nueva etapa, tan ansiosamente esperada por todos.

Lo enormemente preocupante es corroborar la inmensa cantidad de ciudadanos que esperan que aparezcan mejoras sustanciales en sus vidas cotidianas, pero sin que se lleven adelante transformaciones primordiales.

Esta eterna dinámica, demasiado masiva, que invita a un razonamiento absolutamente incomprensible, se reitera sin cesar en diferentes estratos de la población, sin distinción alguna de nivel educativo o socioeconómico.

Miles de personas explicitan, a viva voz y con una inusitada vehemencia, que desean ver importantes progresos, que sean visibles y concretos. Los quieren ya mismo, ahora, en este preciso instante y con efectos inmediatos. 

No aceptan ningún tipo de excusas y repiten, hasta el cansancio, que esta realidad es tremendamente insoportable, que no se puede aguantar tantos desmadres, fraudes y engaños por lo que resulta inadmisible seguir así.

Imaginan que esto de mejorar es una tarea sencilla y veloz, sin admitir ni la complejidad de los procesos, ni las barreras culturales, jurídicas y políticas que deben traspasarse para que los objetivos se puedan cumplir.

Muchos suponen que todo se logra con un simple chasquido de dedos. La realidad dice otra cosa. La burocracia y la legalidad interponen escollos que obligan a sobrepasar una transición, a veces, tortuosa e intrincada.

El problema de fondo es que los mismos que demuestran una angustia cívica incontrolable, se oponen sistemáticamente, con idéntico ímpetu a cualquier mínimo intento de alteración de las reglas vigentes más básicas. Esta interminable contradicción pone sobre el tapete una alarmante disociación que habrá que resolver para salir de este ridículo círculo vicioso. Si no se asume este evidente delirio no habrá chance alguna de avanzar.

Por momentos, la sociedad muestra signos de infantilismo. Es como si deseara continuar en su hábitat repleto de caprichos y berrinches, negándose a aceptar el vínculo que existe entre diferentes instancias. No brotará el bienestar si antes no se operan cambios que permitan esa evolución. Esas modificaciones no son de menor relevancia, sino muy trascendentes y por lo tanto tienen sus impactos proporcionales. 

Allí parece estar la encrucijada principal. Una sociedad que ambiciona prosperar, pero que no está dispuesta a ceder un centímetro en su zona de confort, no tiene posibilidad alguna de conseguir un objetivo tan exigente.

Una cosa va de la mano de la otra. No habrá desarrollo y crecimiento, sin enmiendas equivalentes. La continuidad de lo actual garantiza no sólo un estancamiento, sino retrocesos seguros que aumentarán el deterioro.

La gente necesita reflexionar y mucho a este respecto. Debe revisar una y cada una de sus ideas e intentar discernir que no existe magia alguna en la tierra que consiga bonanza con alquimias, sin esfuerzos previos. No es razonable que eso ocurra en ningún ámbito de la vida. No sucede en el territorio individual y tampoco en el colectivo. Es que nada bueno se puede obtener como premio a la haraganería, el facilismo y la mediocridad.

Los países que han logrado ascender en esta carrera, han instrumentado profundas reformas, sacrificándose por generaciones, pero con la convicción de recorrer un camino difícil, prolongado, pero finalmente provechoso.

No lo han hecho en vano. Hoy pueden exhibir, con orgullo, el resultado positivo de esa aventura. A los nefastos personajes locales de la politiquería superficial les encanta justificarse llamando suerte a los éxitos ajenos.

Si realmente se desean resultados fabulosos, habrá que revisar consignas, y entender que eso sólo llegará el día que la mayoría silenciosa sea capaz de visualizar la conexión entre causa y efecto. Sin eso, nada cambiará.

Cuando la comunidad esté dispuesta a madurar y abandone su infantilismo crónico, a comprender que la elección no trae consigo nada nuevo y que todo dependerá de la vocación ciudadana de emprender reformas, ese día, será la bisagra entre este patético presente y el porvenir soñado.

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