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El país precisa gestos de grandeza

La campaña electoral invita a marcar diferencias, a distanciarse del resto seleccionando bandos, pero lo que se viene requiere más de lo opuesto, es decir de esa búsqueda de soluciones en común que por ahora no se avizora con claridad.

Por Alberto Medina Méndez

amedinamendez@gmail.com

@amedinamendez

 

Se puede entender, aun sin compartir, que la dinámica del tradicional proselitismo aspire a exacerbar los ánimos. Cada candidato intenta así llevar agua para su molino despotricando contra su circunstancial rival.

Es una pena que la política haya girado tan abruptamente hacia lo peor de sí misma buscando eternos esquemas de fraccionamiento, de división constante, hasta el punto de transmitir odios hacia el que piensa diferente.

No menos cierto es que desde la ciudadanía, ese circo es aclamado por los más mediocres, esos que desean que los postulantes demuestren su rechazo enérgicamente, sin titubeos y con gestos desproporcionados.

El discurso tiende, de este modo, hacia la brutal exageración y los inadmisibles fundamentalismos refuerzan una grieta absolutamente evitable. Nadie, en su sano juicio, debería alimentar semejante disparate.

Una sociedad civilizada debería edificarse sobre pilares sólidos vinculados a la capacidad de convivir con quienes piensan de otra forma y aún con esas divergencias logran construir una comunidad sustentable y amigable.

Es improbable que eso ocurra si sólo se estimula, deliberadamente, la intolerancia y una secuencia de sentimientos negativos que no ayudan para nada. Ese tipo de acciones jamás pueden traer nada bueno consigo.

Suponer que esa impronta cívica permitirá, alguna vez, fabricar soluciones sensatas y sostenibles en el mediano plazo es delirar. Por el contrario, esta visión distorsionada de la realidad aleja las chances de alcanzar el progreso.

Justamente, lo que se puede observar, es que se está recorriendo el camino inverso al adecuado. El rencor no conduce hacia ese espacio mesurado que debe generarse para conseguir avances consistentes y perdurables.

El protagonista central de esta patética disputa comicial es la mentira sistemática. Nadie dice la verdad, nadie se hace cargo de lo ocurrido y de las pésimas decisiones que han llevado adelante cuando gobernaron.

No existen culpables que ostenten el monopolio de los desmadres vigentes. Todos han sido participes necesarios de este desastroso proceso. Lo que ha sucedido no es mérito de un solo gobierno, sino de una sucesión de errores que se han encadenado a lo largo de décadas y que hoy están consolidados.

Cada gestión ha decidido, sin pudor alguno, hacer la vista gorda sobre múltiples tópicos. Frente a la inocultable coyuntura han intentado excusarse mientras dejaban en evidencia a sus adversarios contemporáneos.

Con una actitud siempre mezquina se han desentendido de una larga nómina de problemas que nunca fueron resueltos y en cada oportunidad que tuvieron pretendieron imputar esos inconvenientes a su ocasional rival.

Lo cierto es que todos deben hacerse cargo de lo que pasó, y eso incluye también a la ciudadanía, que no sólo ha votado pésimos gobernantes, sino que ha pretendido desconocer esos apoyos como si no hubieran sido parte.

Lo que hoy se vive es la consecuencia esperable de una progresión acumulada de desaciertos consecutivos. Ya es tiempo de que se asuman responsabilidades propias y que la autocrítica le gane a la cobardía. Hacen falta otras posturas, de mayor grandeza, con visiones de avanzada capaces de admitir los yerros del pasado y levantar cimientos firmes soportados por amplios acuerdos generosos que puedan mantenerse.

Se precisan líderes de otra estatura moral para esa gesta. Asumir que se han tomado decisiones equivocadas en el pasado reciente sólo podría surgir de esa integridad personal que hoy muy pocos logran exhibir con orgullo.

La mayoría de los políticos domésticos consideran que reconocer tropiezos es un signo de debilidad gigante y entonces evitan siquiera pensarlo. Habrá que decir, con contundencia, que están nuevamente equivocados. Tristemente, ese sueño que implica disponer de dirigentes humildes no sucederá si la gente no lo demanda. Los políticos sólo toman nota de aquello que consideran una exigencia ineludible de los votantes promedio.

Frente a la inminencia de este nuevo acto eleccionario no se asoma un cambio de posición al respecto. Sólo se confirma una tendencia casi ancestral que corrobora la vocación por la batalla política vulgar y estéril.

Tal vez sea una pretensión desmedida esperar que la clase política recapacite modificando sus criterios generales para reemplazarlos por otros, pero más utópico es suponer que con esta inercia algo cambiará para bien.

Siendo piadosos y hasta en extremo comprensivos, se podría aceptar cierta dosis de “show” mediático en una campaña electoral subdesarrollada como las actuales, pero va siendo hora de madurar y dejar la actuación de lado.

El país precisa gente más razonable, con ideas propias y convicciones profundas, pero siempre dispuesta a sentarse con los demás a dialogar para definir esa lista de acuerdos básicos que garanticen un porvenir superador.

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