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El reino de los chantajistas

Las reglas de juego se han desvirtuado al punto que los más están en manos de los menos. Una facción de prepotentes delincuentes que abusan de su poderío corporativo amedrenta a la sociedad sometiéndola a sus autoritarios criterios ante una comunidad sin reflejos y una dirigencia política timorata. 

Por Alberto Medina Méndez

amedinamendez@gmail.com

@amedinamendez

Ellos fabricaron minuciosamente este delirante engendro que hoy impera en casi todo el territorio. Fueron edificando, paso a paso, los pilares para conseguirlo. Construyeron un relato destinado a darle soporte argumental al secuestro de partidas presupuestarias para financiar su funesto proyecto.

Han constituido “pymes”. Sus cuestionables emprendimientos, con una dinámica que emula a la de las empresas tradicionales buscan producir dinero, pero recurriendo a métodos tan delictuales como controversiales.

Ninguna de esas organizaciones ofrece servicios o productos, ni satisfacen necesidades de consumidores genuinos. La base de su “negocio” es la extorsión. Obtienen recursos provocando a todos con infinitas calamidades.

Los piqueteros intimidan al gobierno de turno con cortes de rutas y calles, con disturbios de todo tipo, de esos que asustan a cualquier persona de bien. Una turba de encapuchados y siniestros personajes exhiben múltiples dosis de peligrosidad y ante la amenaza latente, el poder siempre claudica.

El cinismo de estos criminales es mayúsculo. Contratan colaboradores eventuales como manifestantes, que no sólo no tienen idea alguna de las supuestas demandas, sino que tampoco son beneficiarios directos de la repartija del botín adquirido gracias al retorcido chantaje del que son parte.

La “renta extraordinaria” que nace como eficaz resultado de esta operatoria es tomada, sin pudor alguno, por ese insignificante grupo de canallas que hacen las veces de organizadores formales de este temerario disparate.

Afirmar que estas agrupaciones de malandras son “movimientos sociales” es recurrir a un eufemismo que no sólo no ayuda a desenmascararlos, sino que desmerece la loable acción de los verdaderos interesados en ayudar a los que realmente, menos posibilidades de progreso tienen en esta coyuntura.

Los sindicatos operan con la misma perversa dialéctica. En este caso la huelga funciona como un persistente factor intimidatorio. Si no se hace lo que reclaman la represalia es automática, y aspira a ser creciente, con períodos más prolongados y medidas cada vez más potentes y dañinas.

Los “empresaurios”, esos supuestos emprendedores miembros de una casta de ruines cazadores de privilegios, que gestaron maquinarias muy lucrativas repletas de subsidios y concesiones se suman a este saqueo sistemático, amparados en los miles de trabajadores que quedarían sin empleo, si no se continúan desviando fondos hacia sus patéticas e incompetentes empresas.

Este maquiavélico plan integral fue perpetrado por sujetos despreciables, pero no lo hicieron solos. Precisaron de muchos cómplices y lo lograron con demasiada facilidad. Entendieron perfectamente el funcionamiento de todos los engranajes y trabajaron arduamente en un armado de este mecanismo extractor de recursos usando, para provecho propio, a todos sin escrúpulos.

Necesitaron de la connivencia de muchos, especialmente de la clase política en su conjunto, y de los gobernantes en particular. Sabían que ellos serían sus aliados y no estaban equivocados. La realidad cotidiana les dio la razón.

Después de todo, los dirigentes políticos, esos que ocupan cargos públicos, no tienen problema alguno en asignar dinero. Lo que distribuyen no les pertenece, sólo es lo que le han quitado coercitivamente a los pagadores de impuestos apropiándose de una porción del fruto del esfuerzo ajeno.

No reparten su patrimonio personal, sino el de los individuos a los que gobiernan y eso facilita tanta insensatez, siendo, entonces, extremadamente laxos y despiadadamente imprudentes en su accionar político.

Los más son absolutamente funcionales a este despropósito. Muchos dirán que nada se puede hacer al respecto y que no existen opciones. Mienten descaradamente y omiten decir que les falta el coraje para hacer lo que hay que hacer para, terminar con este método que esquilma a los que trabajan.

Nada de esto se podría lograr sin la colaboración tácita de una sociedad apática, abúlica y descomprometida. Estos niveles de malicia y picardía mal entendida sólo son posibles cuando la comunidad se hace la distraída.

Salir de este círculo vicioso plagado de nefastos intereses insidiosamente entrelazados no será una tarea fácil, pero dejar de intentarlo puede ser sinónimo de un suicidio cívico que destruya la convivencia democrática.

La gente tiene una responsabilidad enorme en todo este proceso. Las instituciones de la sociedad civil también deben tomar la posta. Son ellos, y no otros, los que están en condiciones de ponerle fin a este desmadre.

Esperar que los protagonistas de esta tragedia reconsideren su metodología y dinamiten su lucrativa iniciativa o se arrepientan de lo que han articulado es pecar de ingenuidad y desconocer cómo razonan estos bandidos.  

Desmantelar años de progresivo deterioro requiere de mucha valentía, de una determinación a prueba de todo y de ideas verdaderamente superadoras. También se necesita perseverancia y férreas convicciones.

Nada de eso está a la vista. Esa ausencia de valor tiene un costo económico gigantesco que se traduce en más impuestos, emisión monetaria y deuda para financiar a este conjunto de embaucadores seriales que reciben, a diario, cuantiosos e inagotables fondos estatales de todas las jurisdicciones. Pero la estafa más indignante es la moral. Ellos usan sin piedad a los más vulnerables, destrozan lo que queda de república, violan derechos vitales de las mayorías y se burlan de todos apelando a una extorsión institucionalizada que cuenta con una inexplicable validación social.

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