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/Ellitoral.com.ar/ Cultura

Un hechizo en el palmar sin orillas

Por Carlos Lezcano

Especial para El Litoral

En la película “Un gauchito Gil”, Joaquín Pedretti hace una apropiación no literal del personaje mítico correntino, central en la religiosidad popular del Nordeste, culto extendido al resto del país manifestado en capillas y ermitas iluminadas  por velas y cintas coloradas al costado de las rutas.

El film es un acercamiento al mito que plantea significados abiertos a la interpretación  de los espectadores sin necesidad de caer en una hagiografía profana (valga el oxímoron) del gaucho Gil.

La película invita a acostumbrarse a un registro de luz y de sonido diferente al cotidiano, para lo cual hay que demorarse el tiempo necesario que permita el encantamiento a partir del cual ingresamos en la narración.

Héctor, el protagonista de la historia, despierta no sabemos si al mundo de la vigilia o a un nuevo sueño. Abre los ojos y abre la película que avanza en un territorio sin límites precisos, camina en un palmar sin orillas, busca huellas infantiles en un desaparecido mar. El hombre de vincha roja ha vuelto a florecer en el paraje, deambula en un vasto desierto de agua, camina en el estero-cielo.

El personaje va en busca de un niño iniciando un viaje donde no hay referencias citadinas ni rígidos relojes, solo presencias invisibles y sutiles sonidos de la naturaleza del país acuático.

La narración visual usa la elipsis creando un espacio de significación complejo, atrapante y misterioso.

La poesía de Francisco Madariaga resulta inspiradora a Pedretti ya que como el poeta de la imagen, el director sucumbe al  hechizo natal del que no podrá salir “hasta no haber terminado con las cóleras /y los resplandores de los asesinatos/ y las miserias artificiales del/ desamparo/ reverberando en los paisajes aún mas que/ naturales”.

Héctor en su deambular va en busca de un niño, entra/ se sumerge/ se eleva a una zona que sugiere el bardo del “Libro Tibetano de los muertos”.

Esta referencia es central en un momento donde el personaje entra a esa zona intermedia entre la vida y la muerte donde se baila, se bebe y donde están permitidos todos los excesos.

Después, Héctor sigue su camino hacia un final posible donde termina mirando al revés, donde la tierra se encuentra muy cerca y el cielo se levanta infinito.

—¿Por qué este tema? ¿Cómo llegás a esta película?

—Fui a al aniversario de Antonio Gil el 8 de enero de 2011 con un amigo brasilero, porque estábamos en un proyecto de documental.

En ese momento vivía y estudiaba en España, y se generó un grupo de trabajo muy interesante y quisimos aplicarlo en Sudamérica, en nuestros países. Y fui con un amigo brasilero, que después se metió al Amazonas.

Luego me volví a España, y ahí quedó la experiencia y ahí encontré todo lo que significa el aniversario en ese lugar de Mercedes. Vi, sobre todo, personas que están muy mimetizadas con el santo, disfrazados, vestidos igual, con la mirada con el ceño fruncido, y una persona muy segura de que estaba convertida en el Gauchito Gil. Vi unos cuantos más así, como muy disfrazados.

—Te impresionó.

—Sí. Quedé muy impresionado. Fui a entrevistar a algunos de ellos y me decían que habían recibido poderes, que curaban a la gente con los poderes del “Gauchito” y me llamó la atención eso. Me impresionó que la gente se le acercaba y lo veneraba, como si fuese un santo vivo.

—¿Y eso cómo se traslada a una historia contada por el cine?

—Después de eso, fui a los Esteros del Iberá por primera vez y quedé totalmente conmovido por el territorio, y asumí que ese era el lugar donde vivía el Gauchito Gil.

Entonces, con mi amigo fabulamos esos días de enero en el estero, cómo habría sido la vida de Antonio Gil. Una ficción nos parecía consecuente y yo me dediqué a estudiar un poco y hacer las primeras versiones. Así empecé a trabajar y volví a España por cuestiones personales y me puse a desarrollar algo de eso con las impresiones que me habían quedado del Iberá, con las imágenes que habíamos grabado y esa versión se fue transformando. Y en 2013, fue Pablo Dadone, el productor, de viaje a Europa pasó por mi casa y allí le conté una noche el proyecto y me dijo “hagámoslo, hagamos la película”. Me quedé con eso dando vueltas.

La reescribí y volví a vivir Argentina en 2013 con la intención de hacer la película y ahí contacté al resto del equipo. “Fer” Cattáneo fue el primero que me introdujo a “Guille” Rovira y después “Guille” a Milton Rosés (guión); y así fuimos dando con todas las personas del equipo. Ganamos el concurso Raymundo Gleyzer y eso animó al proyecto. A partir de ahí, mucha escritura y reescritura, y luego la realización, hasta la posproducción que duró 4 o 5 años.

—¿Cómo se llega al personaje central? Se escribe primero o se lo imagina y luego se escribe? ¿Cómo es ese proceso?

—La verdad que no sabría explicarte bien, porque fue un proceso muy largo de escritura. Con Milton escribimos un montón; escribimos y reescribimos muchísimo desde diferentes lugares aunque siempre el personaje tuvo esas características propias, no era el Gauchito Gil, era un peón de campo que terminaba convirtiéndose tal vez.

Era un poco más larga la historia, en un momento llegó la inflación y tuvimos que recortar la película. Salió todo el “primer acto”, que tal vez sea el más narrativo, el mas clásico, donde se explicaba quién es este personaje y cómo llegó a este mundo extraño. Por diferentes razones tuvimos que cortar y se arrancó desde esa aparición en el mundo extraño, que sería la muerte ¿No? Sería como el “limbo” este, que los tibetanos llaman “bardo”. Entonces, surge una construcción más física con el actor y salió lo que salió.

—Qué increíble el poder de la palabra y el poder de la imagen ¿no? Cómo trabajan las cabezas de los realizadores es siempre un misterio.

—Sí, una amiga me dijo “quizás todo esto es una cuestión de lenguaje”, siento que hay mucho de eso. Que toda la película trata sobre el lenguaje, me pareció muy acertado eso; porque yo nunca pensé eso, pero resultó cierto. Hay mucho de la palabra construyendo el paisaje, construyendo el tono. Le decía eso Milton Rosés después de ver la película en el cine porque que me di cuenta todo lo que esconden los diálogos. 

Hay cosas que parecen que no están escritas, pero se escribieron. Lo que sí pasó es que cuando rodamos en el medio del estero, en condiciones que no son las más cómodas, tuvimos que ir modificando muchas cosas.

Muchas personas del equipo pensaban que estaba improvisando, pero lo cierto es que lo habíamos escrito con Milton y lo que hicimos era ir trabajando las diferentes versiones del guión y acomodando las piezas a las tomas. Y así quedó lo que quedó y luego se dobló mucho la película, con una intención concreta y en ese sentido hubo un trabajo muy fino sobre la palabra y sobre la poesía que estaba de alguna forma implicada en la construcción.

—Hay un poema de Madariaga...

—Sí y está muy inspirado en Madariaga la película, muy inspirado en la poesía de Madariaga.

—Una poesía de imágenes ¿no?

—Sí y de mucho ritmo, para mí. Es muy raro esto porque de alguna forma a mí lo que me convocó de esta película fueron los relatos que yo escuchaba en mi infancia de la gente de campo. Crecí cerca de Santa Ana; entonces fueron los relatos escuchados determinantes para mí, a nivel emocional por estos miedos que surgen, de repente de no querer salir a la noche porque está el lobizón, por ejemplo.

Todas estas cosas que a mí me afectaron mucho de niño, entiendo que a Madariaga, ese mundo del estero también lo afectó de niño. Siento que allí hay una afinidad, en esa vuelta del imaginario, como un mundo particular que difícilmente se encuentre en el ahora.

Pero sí, fue una inspiración Madariaga para la realización de la película. Le acerqué a Jorge Román varios poemas de Madariaga para que lea y le dije que elija algunos y que tenga a mano eso. No sabía qué iba a pasar con eso, pero que se lo tenga a mano. Y un día, uno de los días de rodaje, sobró un tiempo durante una cena y le dije “Jorge, te acordás alguno de los poemas de Madariaga” y me dice que sí. ¿“Lo hacemos ahora”?, “Sí” y recitó “Criollo del universo” y fue ¡pum! explotó y le dije “con esto vamos sí o sí para varias partes”. Después recitó otro poema y fue hermoso y así se construyó todo el resto.

—Madariaga dice en un poema “no podré escapar nunca del hechizo natal” 

—Sí, sin dudas. Por qué escapar ¿no? Si es lo más fuerte que uno tiene como fuente de lo que sería una realidad.  Viví, por suerte una realidad muy amplia en este contexto medio urbano, medio rural y eso se manifestó también. Pude sentir al leer a Madariaga la intensidad de la percepción de un yacaré, por ejemplo, que vivía en una laguna cerca de mi casa, de los carayá, de las vacas, de todo lo que está en la película y de esa criatura que no está, pero ve todo. Todo fue construido desde la mirada de una criatura; aunque nunca esto sea como la zanahoria del burro que parece que van buscando pero lo encuentran.

—Hay un momento en el que uno de los personajes dice que “todo parece quieto”; sin embargo, todo está cambiando.

—Sí, a mí eso fue lo que más me cautivó de los esteros, su esencia hecha del movimiento.

—Increíble ¿no?

—Mucho. Me ha pasado ver un paisaje y que se transforme al día siguiente, así de literal. Esta obra va sobre la transformación; o sea, una persona entra a este mundo de la muerte y en ese mundo, según los tibetanos, uno elige si se transforma o no se transforma en lo que podría reencarnase.

—Hay un momento potente de la película en “la isla de la alquimia”, un aquelarre, supongo que habrá sido difícil de filmar por la luz. ¿Cómo se filman esas escenas en una oscuridad casi total?

—Eso fue algo pactado de antemano con el director de fotografía, que tiene una conciencia muy clara de lo que se puede hacer o no en un espacio. Se tomó el trabajo de conocer mucho el espacio y sus posibilidades.

Hay toda una construcción hecha estéticamente con el sonido y el color que va apareciendo de repente, y tiene un zoom esa experiencia, de esa noche, se va apagando y se va decolorando y se va alejando la fuente sonora. Eso, era necesario que sea un estallido y yo siento que en nuestra cultura esta eso, la esencia de los tambores, la esencia africana de San Baltasar. Antonio Gil queda atrapado en esa fiesta y queda en evidencia cuando él va de allí.

Soy, no sé si llamarme devoto, porque no quiero faltarle el respeto a la gente de San Baltasar, pero me ha tocado vivir de cerca muchas experiencias festivas de San Baltasar y me conmueven muchísimo. Me siento muy afín a la cultura africana y a los tambores. Por eso entonces, tenía que haber tambores, porque son parte de esta cultura, y tuvimos la suerte que se sumaron una cuerda de tambores de Chaco que se llama “Oreja de negro” con sus bailarines y bailarinas, y generaron todo ese mundo que era necesario. Con vos hablamos de  las brujas blancas de Madariaga, y sí, posiblemente sean eso.

—¿Qué puntos en común con el Gauchito Gil que todos conocemos y qué otros no? 

—Todo con el Gauchito Gil. Yo traté de estudiar muy a fondo todo lo relacionado con el mito, lo que podría haber sido la persona, lo que lo rodeaba. Traté de implicar eso en lo que sería el mundo que habitaba mi personaje.

Creo que la gente nativa del Iberá tiene una cualidad de vivir una vida totalmente conectada a lo inconsciente y a lo consciente a la vez. Tienen eso, por suerte, como no les llegaron mucho los dispositivos de telecomunicación se relacionan de otro modo con todo y no les asusta lo inconsciente, las representaciones que se aparecen, de fantasmas, monstruos, poras, lobizones, de cosas que hacen que el mundo de lo real y lo irreal sea una frontera borrosa.

Sentí que Antonio Gil vivió así y que le contaban los cuentos de aparecidos. Lo único que intenté fue no decir esta es la historia oficial de Antonio Gil por respeto a la gente creyente; porque escuchando muchas historias sobre el Gauchito, no creo que sea quién para contar la historia oficial de nadie. Me parecía más bien contar la historia o las historias que la gente del Iberá me contó a mí y ponerla en un contexto con alguien que entra a ese mundo, como un desconocido entra al western. Es un western en el fondo esto.

—La película tiene un mundo construido con palabras, un mundo construido con imágenes y tiene un mundo sonoro muy potente ¿Cómo trabajaron el tema de los sonidos de ese mundo?

—Eso es algo que nos llevó mucho tiempo también, como la escritura. Tuve la suerte de que el sonidista (Doni) sea experto en trabajos de la naturaleza y fuimos aprendiendo diferentes formas de escucharla. Es inmenso el trabajo que hicimos con Marcos Zoppi, Emiliano Viain en la posproducción, los foleys (recreación de sonidos) Violeta Castillo y “Facu” de Vedia. La ejecución de los directos Hernán Ruiz Navarrete y Donny Dacosta. Construimos ese mundo sonoro que iba en relación con la imagen. Porque si querés construir un mundo, tenés que saber cómo suena.

Eso nos determinó a la hora de armar toda la textura sonora de la película e implicó que tengamos que hacer doblajes, que pintemos el sonido como decía Fellini. Porque una cosa es que vos escuches en la vigilia; pero lo que me fascina del cine es que podés entrar en otro territorio; me interesa mucho cómo convive el mundo sonoro con las imágenes en ese territorio.

—¿Qué le pasa al director cuando termina la película?

—La vida. Vuelve a la vida. A mí me pasó que fui padre y es hermoso. Ahora trabajo con mi otra película, o sea que no es que tuve mucho descanso. 

Pero pasa lo que le pasa a cualquier persona en la vida, supongo que no es muy diferente a la vida de cualquiera.

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