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/Ellitoral.com.ar/ Opinión

El legado de los talentosos

La partida de un futbolista de indiscutible jerarquía ha puesto nuevamente en el tapete un tradicional debate acerca de las contribuciones de ciertas personalidades luego de su deceso. 

Por Alberto Medina Méndez

amedinamendez@gmail.com

@amedinamendez

El fallecimiento de un ídolo deportivo con tantas particularidades como las de este fenómeno, dio lugar a infinitas discusiones en una sociedad absolutamente habituada a buscar discrepancias y desestimar los acuerdos.

Ese sesgo controversial, muy propio de esta era, pero también típico de comunidades apasionadas que exageran lo que fuere, apareció en esta ocasión con un desproporcionado despliegue.

Se podrán analizar varias opinables cuestiones no sólo vinculadas a la tumultuosa e intensa vida de este ícono contemporáneo reconocido universalmente, sino también a las especiales circunstancias en las que se desarrollaron ciertos eventos relacionados a su despedida de esta tierra.

La abusiva utilización por parte de la política de esta figura popular o ese funeral con aristas derivadas de la actitud ciudadana que navegó entre la irresponsabilidad y la devoción serían tópicos dignos de profundizar.

El fin del ciclo terrenal de cualquiera debería hacer foco en su revalorización y eso no depende del personaje, sino de aquella dinámica bastante frecuente que le da prioridad a la piedad por sobre la malicia.

Es difícil, políticamente incorrecto y hasta incómodo, hacer leña del árbol caído y detenerse exclusivamente en el lado oscuro del difunto. En el tránsito por esta vida cada individuo deja huellas indelebles. Algunos se mantienen en el recuerdo de muchos mientras que otros pasan casi desapercibidos y son sólo evocados por su entorno cercano.

Lamentablemente, un grupo de cínicos ha caído en la trampa de erigirse como modelos de vaya a saber qué vanidoso paradigma. Ellos insisten con la necesidad de ser “objetivos” y desde un patético púlpito intentan minimizar los logros sobredimensionando las inocultables equivocaciones.

Habrá que decir que los seres humanos son intrínsecamente incompletos y que nadie escapa de esa matriz. También es saludable admitir que no todos los defectos tienen idéntica magnitud y que no sería razonable generalizar utilizando esta lógica parcial como justificación de cualquier desmadre.

Las personas dejan un legado que, casi siempre, constituye lo más relevante que han aportado durante su existencia. Eso puede ser valioso en términos positivos o enormemente negativo en otros.

Ciertos dictadores no merecen elogio alguno. En su balanza han pesado mucho más sus visibles maldades que sus eventuales virtudes. Por eso son recordados por lo peor. Eso no impide identificar sus aciertos y diferenciarlos de sus yerros, pero el juicio de valor sigue siendo adverso.

Cuando se habla de “Diego” se menciona a un deportista que trascendió por sus logros no sólo por sus campeonatos ganados, sino por su rol de promotor del deporte y referente de su país en el mundo. Su fama fue tan notable que una nación, casi desconocida, se convirtió repentinamente en su sinónimo en los más recónditos rincones de cada continente.

Claro que cometió excesos. Negarlo sería innecesario. La mayoría de sus errores han pertenecido a su ámbito estrictamente privado y ha pagado con creces las consecuencias de esos desatinos. Su salud y su prestigio se deterioraron gracias a su recurrente insensatez. Sus posiciones políticas también le han generado adversarios, por sus frases rimbombantes, por sus abruptos cambios de postura y por los polémicos personajes que aplaudió en diferentes momentos históricos.

Esa pretensión de imaginar al ídolo como un ser magnífico es infantil. Esa idealización es caricaturesca y se aleja, por lo tanto, de la verdad. Sólo en las fantasías se podría aceptar que los héroes carecen de vicios.

Una ridícula versión de este falso nacionalismo ha construido esa idea de que los “padres fundadores” eran impolutos, intocables y sólo destilaban una larga nómina de virtuosos valores. Eso nunca fue así y sólo se puede atribuir a una premeditada deformación de la realidad.

Una sociedad cegada por los fanatismos ha preferido creer el cuento de la perfección de sus próceres omitiendo deliberadamente sus mezquindades, debilidades y flaquezas. Ellos, como todos, han sido imperfectos, hombres de carne y hueso, repletos de vacilaciones e inseguridades.

Por eso justamente, en estas horas, vale la pena poner el énfasis en rescatar el legado, ese que será imborrable para la memoria de varias generaciones. Las anécdotas que validan esta mirada pululan por doquier y es fabuloso que se reproduzcan hasta el cansancio.

Maradona fue un ser humano, un deportista exitoso, un extraordinario jugador de fútbol, que logró notoriedad de la mano de sus habilidades y que brilló en un aspecto específico dejando una estela de enseñanzas a su paso, esas que reconocen sus amigos, pero también sus detractores.

Sus exabruptos y sus constantes tropiezos también formaron parte de esa sinuosa trayectoria, muy parecida a la que recorrieron quienes hoy lo critican desde un inexplicable pedestal. La arrogancia de quienes no le perdonan sus descuidos y malas decisiones no tiene sentido alguno. A lo largo de sus años tomó múltiples determinaciones y, como la totalidad de los mortales, algunas fueron oportunas y otras terminaron de un modo indeseado. La discusión quedará en el aire, pero su legado estará intacto como ha sucedido con tantos otros talentosos a lo largo de la historia.

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