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Travesaños

Por Leila Guerriero

Publicado en elpais.es

Creo que ahora me gustan más los días nublados y lluviosos, delicuescentes. Hay algo en ese comportamiento del clima que se lleva mejor conmigo en esta era de introspección. Los días de colores firmes tienen una solidez que descoloca. Es como si gritaran. Están demasiado despiertos, son eléctricos, no sé qué hacer con ellos. Prefiero el gemido líquido de la niebla, la lluvia tímida, apocada. Lo gris me asegura un tono vital superior. 

Pero la semana pasada hubo un cielo tan azul y tenso que parecía de plástico, esa condición perfecta y cursi que tiene lo artificial. De modo que salí a andar en bicicleta. Fui a una zona de bosques y lagos, en Buenos Aires. 

Había gente en rollers, en skate, en bicicleta, caminando, corriendo, todos con barbijo. Había un profesor de salsa dando una clase para 60 personas que intentaban imitarlo trastabillando por no poder abrazar a un compañero.

 Había un nene a quien su padre le decía: “Es importante que obedezcas todo lo que te digo”, mientras rociaba con alcohol el manubrio de la bicicleta. 

Había en un carrusel algunos niños rígidos, con tapabocas. Me fui pedaleando por la calle de Fray Justo Santa María de Oro, bajo plátanos altísimos. Era la sombra de los veranos de antes (¿antes de qué?), y la luz inmensa de las cuatro de la tarde algo vivaz que uno hubiera querido cosechar, que no debía ser desperdiciado.

 Vi locales con las cortinas bajas, anuncios de venta y cierre definitivo, pero las mesas de los bares en la calle estaban repletas. Escuché a una mujer decirle a otra: “Ay, qué hermoso, parece Europa, con todas las mesas afuera”. Europa, pensé.

Cada vez que veo en la televisión una imagen de Madrid tengo que cambiar de canal. La lejanía se instala como inadecuación: no la soporto. ¿Podría ir? Podría ir.

 No sé qué me lo impide. A veces pienso que soy cobarde. Otras, como escribió Pessoa, que hace mucho tiempo que no soy yo. Siento indignación hacia mí misma: espero de mí una conducta que no se desarrolla. 

Mientras pedaleaba, pensé en la radio que a veces escucho cuando voy en auto. No sé cómo se llama, es paraguaya. Hablan en guaraní, una lengua taxativa, a la vez jocosa y marcial, entusiasta.

 Siempre hay algo desesperante en una lengua que no se entiende. Es como intentar resolver una ecuación sin saber matemáticas. Pero nada me hace sentir más libre que estar en un sitio que no conozco rodeada de sonidos impenetrables.

 El guaraní fue la primera lengua extranjera que escuché después de atravesar la primera frontera de mi vida, entre Argentina y Paraguay.

Hubo años en los que una frontera era algo a lo que no se llegaba fácil. Al otro lado, peligro, dioses y monstruos. 

Para mucha gente sigue siendo así. De aquel viaje a Paraguay recuerdo poco. Un calor untuoso, dorado. Las tejedoras de ñandutí, el sonido de un arpa. La dictadura de Stroessner como telón de fondo.

Hacíamos esos viajes con mi familia en un camión o en una camioneta vieja. Cambiábamos de pueblo y de ciudad, azuzados por mi padre que rastreaba cosas raras, una cantante de coplas centenaria en un pueblo perdido, una mina de oro abandonada, y nos empujaba con entusiasmo al próximo destino. 

Por rutas de tierra, de barro, de ripio, por caminos de cornisa en medio de la lluvia, bajo la tormenta con los parabrisas rotos y la única guía de un mapa de papel. 

Incómodos, insolados, muchas veces perdidos. ¿De dónde salía esa necesidad de movimiento? Si nunca llegábamos al final del arcoiris.

 Mientras viajábamos, mi madre cantaba y preparaba sándwiches de jamón, como si todo estuviera bajo control en esa camioneta pobre, con dos hijos pequeños por rutas de miedo en un país en dictadura, como casi todos los que lo rodeaban. Mi padre gritaba: “¡A la aventura!”. Y allá íbamos, tragando polvo y sol y las montañas.

¿Para qué nos educan los padres, qué quieren darnos? El espolón de libertad que me legaron los míos sigue vivo en mí, pero por estos días no sé qué hacer con él. 

Andando en bicicleta recordé toda aquella despreocupación, aquel peregrinar, aquel coraje. ¿Comparaba aquellos días con estos? Comparaba aquellos días con estos.

“Dentro del reñidero en el que habrá de matar, el gallo canta himnos a la libertad porque le dieron dos travesaños donde pararse”, escribe Pessoa en El libro del desasosiego. En eso pensaba, pedaleando, patética, sobre mis dos travesaños. Y ni siquiera cantaba himnos a la libertad.

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