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Escalada de la violencia

Hay una agresividad creciente en las relaciones sociales donde la paciencia no existe y la tolerancia se agotó, provocando situaciones de alteración extrema que llegan a patologías psicológicas imponderables, generando crueldades y perversidades impensables. Y la familia se ve amenazada por estas reacciones exageradas.  

Por Leticia Oraisón de Turpín

Orientadora Familiar

Todos los días nos anoticiamos de acciones dolorosas y perversas que conmocionan nuestra sensibilidad más profunda, alterando la cotidianidad de nuestra vida. Y esta situación social pone a los padres en una encrucijada difícil de resolver, no por falta de claridad de objetivos, sino por los inmensos obstáculos que se interponen entre la educación y las desviaciones morales que desde fuera de la familia se van imponiendo con fuerza y sin demasiada oposición.

La familia y los niños son las principales víctimas de la crisis moral y de conductas que se van desarrollando. Hay una agresividad creciente en las relaciones sociales donde la paciencia no existe y la tolerancia se agotó, provocando situaciones de alteración extrema que llegan a patologías psicológicas imponderables, generando crueldades y perversidades impensables.

Y la familia se ve amenazada por estas reacciones exageradas en sus miembros más desvalidos, porque los niños por imitación van incorporando algunos gestos y reacciones que los padres no logran captar en sus comienzos para poner los límites necesarios, y muchas veces habiéndose percatado no se animan a corregir y sancionar correspondientemente.

Porque la realidad nos muestra que los padres van perdiendo autoridad y firmeza para imponerse ante las conductas incorrectas o desviadas de los niños. Aunque suene mal, la verdad es que los progenitores tienen cada vez menos fuerza y coraje para enfrentar a los hijos en los momentos conflictivos, y se cumple lo que hace más de veinte años decía el filósofo y pedagogo (gran educador) Jaime Barilko: “Los padres tienen miedo a sus hijos”.

Ciertamente que es difícil proponer y mantener ciertos límites en el comportamiento de los hijos sin ser cuestionado y criticado, pero el bien del hijo justifica que esa propuesta sea respetada y se imponga sin demasiada modificación   (ante los reclamos) porque la buena convivencia exige el cumplimiento de normas. No proceder con firmeza en la educación devela debilidad de conceptos y muestra que no se cree en lo que se dice, quitando validez a cualquier proposición, situación que se empobrece más todavía, si no se sabe dar ejemplo de cumplimentación y vivencia de lo que se enseña.

La conciencia se va haciendo más y más laxa por pensar que la libertad personal todo lo puede, permitiéndose invadir campos ajenos, ya que se confunde libertad con libertinaje.

La libertad personal siempre tiene límites y éstos se dan:  

l Por el derecho del otro.

l Por el bien común.

l Por el daño personal.

l Y los padres, a la hora de corregir, no deben olvidar estos conceptos para saber exigir respuesta de responsabilidad en los hijos. Porque la “Responsabilidad” pone frenos, ubica, involucra y pide compromiso con cada acto que se realiza.  

Hay que enseñar a no desentenderse de las acciones y decisiones que se toman, porque cada manifestación y determinación (por personal que parezca) afecta al entorno en que uno se mueve y depende de cada uno la mejora o el empobrecimiento de ese núcleo que nos rodea. Si sabemos respetar, seremos respetados y cuando no sea así, tendrán que sancionarse severamente las faltas que se cometan, porque sin orden no habrá jamás paz.    

Hay que aprender y enseñar que todos los derechos que detentamos son igualmente sostenidos por los otros prójimos, por tanto “mi derecho terminará donde comienza el del otro”. Y junto a cada derecho hay una obligación y una responsabilidad que asumir. Si mi vida vale, vale también la de los demás, (desde la concepción) y allí está el primer valor a respetar.

Hay una frase que lo resuelve todo, si la cumplimentamos y es la siguiente: “Amarás a tu prójimo como a tí mismo” (Lev. 17;18 y Mt. 22;39).

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