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/Ellitoral.com.ar/ Opinión

El virus del odio

La palabra “odiador” (hater, en inglés) hace referencia a los usuarios de internet que difaman, desprecian o critican destructivamente. Los argentinos, por imperio de una política que ha fracturado la convivencia, nos hemos convertido en una sociedad de odiadores, en la que el semejante que piensa distinto es un enemigo al que hay que doblegar.

Por Jorge Eduardo Simonetti

jorgesimonetti.com

Especial para El Litoral

“Basta con que un hombre odie a otro para que el odio vaya corriendo hasta la humanidad entera”.

Jean Paul Sartre

No se originó en una provincia china, fue en la cúspide del poder político argentino; los vectores no fueron murciélagos, sino personajes del poder; se contagia por lejanía afectiva, no por cercanía física; los afectados no somos unos pocos, sino una gran parte de la población; no existe vacuna para prevenirlo, ni medicina para paliarlo.

No hablamos del coronavirus -una enfermedad del cuerpo que paraliza al mundo-, nos referimos a una dolencia del alma que viene atenazando el comportamiento argentino: el virus del odio.

Una sociedad invadida de manera persistente por sentimientos negativos difícilmente sea una sociedad que tenga futuro. Antes bien, queda estancada en los laberintos de sus propios fantasmas.

Desde hace bastante tiempo los argentinos vivimos inmersos en la dinámica del odio, que nos atenaza, nos paraliza, nubla nuestro entendimiento y nos impide poder proyectarnos hacia el futuro como un país medianamente normal. En modo social argentino la conjugación del verbo odiar se da con destinatario incluido: “yo te odio así como tú me odias, nosotros los odiamos como ellos nos odian”.

El odio en la Argentina es un sentimiento de renovada actualidad, que se ha esparcido por todos lados, especialmente a través de las redes sociales, con una capacidad de contagio impresionante, que deja al coronavirus reducido a un resfriado de morondanga comparativa y metafóricamente hablando.

El odio social no es nuevo en la historia del mundo, pero de manera contemporánea para los argentinos ha nacido en los primeros años del siglo XXI como odio político, que constituye la estigmatización del adversario al que no se considera como antagonista político sino como enemigo con sentimientos y comportamientos innobles. La lógica adversarial de la política muta hacia una lógica de guerra, donde el contendiente es una fuerza enemiga a la que hay que destruir.

La sociedad está dividida entre kirchneristas y antikirchneristas, o entre “cristinópatas” y “cristinófobos”, no como un modo de concebir las cuestiones políticas sino como un arraigado comportamiento de negatividad hacia el otro distinto, donde las razones son reemplazadas por los sentimientos.

El odio político es un fenómeno sociológico que se trasmite de arriba hacia abajo y es altamente contagioso. El líder determina a las masas, y no al revés. Las masas tendrán comportamientos autoritarios si el líder es autoritario, si pregona como doctrina política la lógica del amigo-enemigo, las masas amarán a los iguales y odiarán a los distintos.

El primer paso es la construcción de la figura del mandamás infalible e intérprete único del pueblo; luego el mensaje único y hegemónico, sumatoria que tiene como resultado la mimetización de las masas con un sentido de pertenencia casi religioso.

Allí ya es pandemia, porque los que no se sienten incluidos en el “nosotros” se guarecen bajo la contrafigura de “ellos”, produciéndose así la fractura del affectio societatis que debiera primar en una comunidad que comparte un territorio, una cultura y una historia.

Parafraseando a Mao, en 1973 Perón verbaliza la metodología de conducción que practicó durante sus dos primeros gobiernos y que marcaría lo que habría de ser un modo de interpretar la política en el siglo XXI: “Al amigo, todo; al enemigo, ni justicia”.  

 El virus del odio que hoy padecemos los argentinos nace como un virus político, muta hacia un virus social y concluye fatalmente en un virus que ha enfermado de manera personal las relaciones familiares y de amistad. La salud humana no es la víctima, es el afecto social.

Construye parámetros disgregados en una sociedad enferma, parámetros sociales, institucionales y políticos. El patrón de valorización mutua no es el mismo, ya sea que se forme parte del nuestro o del otro sector, tampoco la vara de la justicia, que en gran parte marcha al ritmo que le impone la política.

Como ejemplo actual y paradigmático de lo expresado, es pertinente analizar la vigencia del sagrado principio del derecho penal liberal, cual es la “presunción de inocencia”, que en sencillos términos significa que nadie puede sufrir castigo hasta que una sentencia judicial firme establezca que ha cometido un delito.

La prisión preventiva no es una pena, es una medida precautoria extrema que solo se debe adoptar excepcionalmente durante el proceso, cuando se configuren supuestos específicos previstos por la ley.

Pero tengo una mala noticia para la salud de la república. En nuestro país casi siempre es utilizada como parámetro de ajuste político para quienes egresaron del poder. No es que los acusados sean santos, pero son acusados, no culpables, por lo menos no hasta el fin del proceso.  

La lentitud y lenidad de la Justicia hace que se utilice la puerta del costado para responder a las presiones sociales y políticas.

Y en ello nadie puede quitarse el sayo, los que hoy protestan contra la aplicación indebida de la prisión preventiva, a través de la teoría del lawfare, son los mismos que ayer les negaban la libertad a militares imputados. Y, que conste, la presunción de inocencia y la prisión preventiva nada tienen que ver con la gravedad del delito juzgado.

Un botón basta para exhibir la persecución judicial como variable de ajuste de la política: luego de veinte años de litigio, finalmente el 15 de octubre de 2019 la Corte Interamericana de Derechos Humanos dictó una sentencia mediante la cual declaró que “el Estado de Argentina era responsable por la vulneración a la libertad personal (artículo 7 de la Convención Americana) y a la presunción de inocencia (artículo 8.2 de la Convención Americana) por la detención ilegal y arbitraria en perjuicio de Raúl Rolando Romero Feris”.

Pero no solo la Justicia tiene la venda caída, también el pueblo argentino. La razón de nuestro comportamiento es casi genética, odiamos más de lo que pensamos, y cuando el odio entra por la puerta, el sentimiento de equidad y justicia huye por la ventana.

Sin embargo, separemos el polvo de la paja. Los ciudadanos no administramos justicia, solo opinamos y muchas veces nuestras posiciones nacen del hartazgo por el inmovilismo de los estamentos institucionales encargados de aplicar la ley. No todos los expedientes penales tienen la misma velocidad; marchan lentos o rápidos según el tiempo político y la cara del cliente.

Probablemente en los tiempos que vienen se perfeccionarán los medicamentos para combatir el coronavirus y se hallará una vacuna para prevenirlo. El virus del odio social no parece que vaya a correr la misma suerte.

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