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Especial para El Litoral
¡Doctorazooo! No podía ser otro que Manuel, esa magnífica persona que había conocido cinco años antes en la Municipalidad. Yo ingresaba como funcionario y él trabajaba ya como personal de servicio de la oficina.
Se agolparon mis recuerdos. Manuel era un tipazo, bastante callado, servicial y con un algo que lo destacaba: la serena dignidad que trasuntaba en sus actos, en sus palabras, en sus silencios. Calmo, con esa calma que sólo pueden tener los que están en paz consigo mismo y con los demás.
Me di vuelta y le estreché la mano. Estaba montado en una bicicleta “aerodinámica”, llena de adornos y espejos. Al frente una canasta: ¡Tengo los mejores chipás de Corrientes! Mientras me comía uno, me contó que no le habían renovado el contrato municipal y que, desde hacía tres años, se dedica a hacer y vender esa delicia correntina, mientras su mujer quedaba con sus tres hijos, atendiendo su pequeño quiosco en la casa de barrio.
Hasta ahora, lo volví a ver varias veces, siempre sorprendiéndome con sus chipás y sus ¡doctorazooo! Debo confesar que esto era lo único que me irritaba un poco de Manuel, ese grito que ponía mi título en evidencia. Pero bueno, así era Manuel.
Ayer recibí un Whatsapp de él, estaba en problemas, quería hablar conmigo. Llamada de por medio, me contó que tenía una lista de clientes y que a través del chat recibía pedidos y los llevaba a la casa de cada uno en su bicicleta. Era “su” manera de esquivarle al hambre en tiempos de cuarentena
Pero que hacía una semana le habían secuestrado su bicicleta, su “aerodinámica” bicicleta, por violar la cuarentena, mientras hacía su reparto. Me contó que ya lo habían advertido con anterioridad, pero que no le quedaba otra.
Por primera vez en veinte años, Manuel me pedía algo: un préstamo para comprar los insumos para fabricar sus chipás. Los iba a repartir caminando, me respondió cuando lo interrogué. Pero Manuel, ¿no pediste el subsidio del Gobierno? Te corresponde, le dije. ¡Eso nunca fue para mí! Me contestó luego de un largo silencio.
Hasta entonces, pensaba que el virus era socialista, atacaba por igual a ricos y pobres. Pero, en realidad, la cuarentena no. En mi aislamiento, yo lucho contra el aburrimiento. Manuel, en cambio, luchaba contra el hambre, luchaba por seguir manteniendo su dignidad como en tiempos normales, vivir sin pedir nada a nadie. Y ello significaba salir a vender sus chipás.
Sin pensarlo un instante más, tomé la bicicleta de uno de mis nietos, la cargué en el auto, y me llegué hasta la casa de Manuel (esquivando controles). No quería aceptarla, se la impuse, junto con unos pesos para los insumos.
¿Qué iba a hacer? Me estaba convirtiendo en cómplice de Manuel por violación de la cuarentena. ¿Me iría a entender el juez cuando se lo explicara?
No me importaba. Estaba cumpliendo con mi conciencia: ¡una bicicleta para Manuel!
En homenaje a todos los Manueles, que son muchos.
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