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La nefasta actitud del falso progresismo

La tragedia por la que atraviesa el planeta muestra muchas aristas. La solidaridad de tantos contrasta con la postura canalla de quienes se regocijan con el padecimiento ajeno. 

Por Alberto Medina Méndez

amedinamendez@gmail.com

@amedinamendez

Las estadísticas del coronavirus sirven como parámetro testimonial de lo que ocurre, pero habrá que admitir que el embuste, el ocultamiento y la manipulación comunicacional también han ocupado roles estelares.

Las tradicionales democracias republicanas disponen de escaso margen para la mentira. En esas naciones la ciudadanía es menos tolerante con las farsas orquestadas y su acceso a la información es significativo.

Allí las instituciones son más estables y gozan de un considerable prestigio. En ese esquema esconder los problemas debajo de la alfombra resulta bastante más difícil que en los clásicos regímenes autocráticos, donde el poder filtra todo, concentra las decisiones y somete a los disidentes.

Por estos motivos, y por una suma de múltiples razones adicionales es que valdría la pena analizar con mayor rigor científico todo lo recabado hasta aquí evitando caer en la superficialidad propia de los infaltables prejuicios.

Examinar las secuencias publicadas por países habitualmente creíbles y compararlos con las de aquellos que han hecho del engaño un culto no resulta ni sensato ni serio. Sacar conclusiones apresuradas desde esas confusas observaciones puede llevar a tomar determinaciones equivocadas.

Mientras tanto, un sector de la comunidad que se autodenomina progresista insiste en predicar contradictorias ideas que sólo han arruinado a muchos, implementando experimentos sociales que inexorablemente han fracasado.

La ensalada intelectual que promueven combina un vergonzante materialismo individual con un altruismo que siempre deben pagar los terceros, que pertenecen a las malvadas corporaciones que ellos señalan.

Su ambigua lógica siempre consiste en que lo propio, lo que consiguieron como fruto de su trabajo les pertenece mientras sostienen que lo que los otros han logrado es siempre espurio y por eso merece ser confiscado para luego distribuirlo equitativamente entre los más vulnerables.

Desde ese espacio ideológico, ciertos despreciables personajes que abundan en estos tiempos difunden sus convicciones destilando un inusitado odio hacia los ciudadanos que han conseguido una mejor calidad de vida.

El arsenal despiadadamente desplegado aspira a destruir sistemáticamente un modo de vida que no comparten, olvidándose que esos otros son los que han elegido genuinamente para si mismos esa dinámica.

Su vocación autoritaria, impregnada de inconfesable envidia, hace que sus críticas sean imperativas. Pretenden imponer su modelo y no logran disimular su impotencia frente a las decisiones diferentes.

El objetivo está muy claro. Estos miserables aplauden con gigantesco entusiasmo cada una de esas muertes, porque están convencidos de que así construirán argumentos sólidos para recitar su eterno delirio.

Sueñan con el derrumbe de lo que llaman “el capitalismo”, mientras disfrutan de sus productos. Sus próceres vaticinaron un final que jamás llegó hace dos siglos atrás, pero esa predicción no sólo no se ha cumplido, sino que el abrumador desarrollo les ha enrostrado su brutal desacierto. La bajeza en la que han caído en esta coyuntura no sorprende para nada. Son los mismos que festejaban efusivamente y sin ruborizarse las acciones del terrorismo internacional organizado y sus cobardes atentados.

Algunos otros, más cínicos todavía, disimulan un poco más. Celebran en privado cada fallecimiento, pero no tienen el coraje para expresarlo abiertamente. Les queda algo de pudor aún y hasta entienden que enorgullecerse de semejante circunstancia los hace ver muy crueles.

La linealidad con la que evalúan lo que está sucediendo los lleva a cometer groseros errores de interpretación. Es tan potente su rencor que los enceguece y les impide identificar otras aristas que cambiarían su visión.

Esta calamidad dejará un saldo significativo de muertos, pero también muchísimas enseñanzas acerca de cómo se debe reaccionar ante este tipo de amenazas preparándose mejor para las que pudieran venir en el futuro.

Este incidente global de dimensiones colosales, totalmente inesperado no pasará inadvertido. Las secuelas seguirán brotando y probablemente perdurarán por décadas hasta que sean definitivamente superadas.

Es posible que todos se adapten activamente a las nuevas reglas, que se aprenda de los tropiezos, como el pasado lo demuestra. La evolución justamente consiste en registrar acontecimientos, estudiarlos en profundidad y, experiencia mediante, para esquivar la repetición de yerros.

Lo que constituye una verdadera utopía no es la prosperidad que el hombre supo obtener paso a paso, sino la redención de ciertas perversas almas que parecen impermeables al humanismo del que tanto se suelen ufanar.

Es muy complejo entender cómo es posible recorrer esta maravillosa vida con tanto odio acumulado, buscando en todo momento nuevos enemigos a los cuales doblegar, silenciar y aplastar.

Desear lo peor, alegrarse por las muertes habla muy mal de quienes sólo inspiran una enorme pena. Por lo visto han transitado vivencias personales espantosas, que los llevan a esperar que el resto también sufra.

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