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/Ellitoral.com.ar/ Opinión

Cómo evitar el espionaje

Por Emilio Zola

Especial Para El Litoral

El espionaje como estrategia para ganar posiciones en un escenario de conflicto internacional es, sin dudas, el oficio más antiguo del mundo político. Espiaban los emperadores romanos a sus enemigos, así como los nobles de la era medieval hurgaban en la vida de las comarcas vecinas para manejar información que les fuera útil en caso de hipotéticas invasiones. 

La acción de espiar, es decir, echar una mirada sobre la intimidad de otros sin ser visto, halla su motivación en la curiosidad innata de los niños, que se distorsiona y envilece a medida que el fisgón adquiere autodeterminación y poder. La intromisión contemplativa en los actos reservados de los demás puede hallar un sinnúmero de justificaciones, pero siempre será una actividad soterrada no sólo por su esencia umbrosa, sino porque quienes la practican tienen plena conciencia de su connotación negativa y, por ende, vergonzante.

No debe haber mayor papelón que el de un espía al momento de ser descubierto, pues allí, en ese instante de corrimiento del velo que lo mantenía oculto, comprobará su propia ineptitud. El grupo “voyeur” que bajo el nombre “Super Mario Bros” operó durante la gestión macrista cuadra a la perfección en ese concepto de inoperancia, pues dejó tantas huellas al descubierto que pocas veces ha resultado tan simple reunir elementos probatorios para acreditar los hechos investigados, plasmados en filmaciones y escuchas gracias a las cuales puede reconstruirse paso a paso cada seguimiento perpetrado por los soplones. 

Muchas veces la realidad supera la ficción, pero en este caso la perfecciona en clave “Maxwell Smart”, el agente secreto que de tanto hacer el ridículo terminaba indemne gracias a una conjunción de torpezas equivalentes al nuevo sainete argentino incluso hasta en su capítulo más reciente: el juez que detuvo a la veintena de sabuesos imputados, Federico Villena, terminó apartado de la causa por haber sido él mismo quien ordenó muchas de las operaciones desplegadas por dicha troupe de oteadores. Igual que en el Superagente 86, pero con Kaos y Control camuflados en el mismo bando.

De esa forma el impacto mediático producido por el apresamiento de los espías macristas terminó reconvertido en un nuevo episodio de la tragicomedia judicial argentina, con su predilección por los golpes de efecto que prioriza las apariencias por sobre las normas procesales, lo que explica la tendencia al estancamiento característico del cenotafio tribunalicio.

Es la razón por la cual en nuestro país hasta la causa judicial más grave, aún cuando abrigue en su expediente la más cuantiosa carga probatoria, puede entrar en hibernación hasta terminar en un manojo de páginas inasibles que por efecto de la influencia (o la aquiescencia) del poderoso de turno desemboca en un vórtice de impunidad.

El apartamiento del juez Villena preanuncia ese destino para un caso que desde el kirchnerismo veían como el Watergate de Mauricio Macri. Ni tanto ni tan poco: a diferencia de Richard Nixon, el presidente norteamericano que debió renunciar por espiar a sus adversarios demócratas, el líder de Cambiemos ya no está en el poder y los agentes que presuntamente consumaron las persecuciones ilegales durante su mandato más que halcones eran gorriones.

La inteligencia argentina es definida históricamente como un oxímoron. El mote de “servicios secretos” no sólo arrastra la fama oscura de los tiempos de dictadura, sino que carga con el desprestigio de la ineptitud que permitió a organizaciones terroristas asestar dos atentados sanguinarios nunca esclarecidos en la Embajada de Israel y en la mutual isrealita Amia. Se les puede endosar también el enigma de la muerte del fiscal Alberto Nisman, deceso cuyo esclarecimiento levita en el mismo limbo de conjeturas incomprobables.

Los agentes que presuntamente se reportaban ante la ex secretaria de Documentación, Susana Martinengo, hacen honor a esa consabida reputación de insolvencia en razón de que nunca quedó claro el sentido de espiar a dirigentes opositores, periodistas e incluso copartidarios del entonces Presidente, por fuera de actuaciones jurisdiccionales y con resultados que evidentemente ni siquiera sirvieron para consolidar las bases de sustentación política del mandatario, a la postre derrotado por Alberto Fernández.

Sorprende el surtido de evidencias que iban dejando a medida que registraban las actividades de connotados hombres de prensa, cuyas acciones cotidianas eran narradas cronológicamente sin el menor atisbo sospechoso. La inutilidad de tales indagaciones vino finalmente a consolidar la sensación de que los distintos gobiernos argentinos, sin distinciones ideológicas, en materia de inteligencia no fueron más que un hilado de improvisaciones que llevaron a las estructuras oficiales a gastar recursos y energías en la noria incesante de un Estado que espía por espiar, sin llegar jamás a un desenlace concluyente. 

Como si fuera una comedia de Mel Brooks, pero en la vida real, los detectives “Super Mario” pusieron en riesgo los intereses que intentaban proteger no por haber manipulado pruebas en menoscabo de los espiados (algo que por cierto no se descarta) sino por su propia naturaleza de cabotaje, tan lejana de la épica de los espías que desbarataban la ofensiva nazi en la Segunda Guerra Mundial, como de la amenaza antidemocrática que representó el represor Guglielmineti en la custodia más estrecha del ex presidente Raúl Alfonsín.

La índole local del espionaje argentino, siempre enfocado en misterios de vodevil, se retroalimenta con la inseguridad del gobernante que encarga misiones de escudriñamiento dirigidas a los propios aliados. El miedo a ser traicionado por los del mismo palo partidario motorizó en este entuerto las peripecias de los detectives estatales, en el irrefrenable afán del presidente promedio: la inalcanzable zanahoria de eludir las contingencias y esquivar contratiempos.

Aquel Gobierno consciente de sus flaquezas tiene dos caminos. El más sano es corregir las fallas de fondo, para consolidarse en la confrontación de ideas y ganar legitimidad. 

El más fácil es el autoritarismo de igualar hacia abajo, mediante el control clandestino de los conatos de rebeldía intelectual. Como ocurría con la Stasi en el largometraje “La vida de los otros”, el régimen se autopercibía mediocre y apelaba a la siembra de micrófonos ocultos en medio país para aplicar todo su rigor contra cualquiera que pensara diferente, aunque sus acciones resultaran inofensivas. 

A todo esto, lo único que queda claro es que los palurdos de la AFI local siempre tendrán trabajo por la simple razón de que el entrometimiento contumaz proporciona información al mandante de turno y nadie con poder para hacerlo resiste a la tentación de husmear en la vida ajena.

Lo dijo Ben Bradlee, el editor jefe de los cronistas Bernstein y Woodward, autores de la investigación que desde el Washington Post eyectó a Nixon de la Casa Blanca en 1974, al admitir que la única lección aprendida por la clase política norteamericana a partir de aquel escándalo se redujo a una sola idea: “Que no te atrapen”.

En cuanto a los métodos para evitar el fisgoneo, no los hay, pero siempre tendremos a mano las enseñanzas de Graham Greene después de anticipar el horror de la Guerra de Vietnam con su novela “El americano impasible”. En la trama, un periodista inglés desnuda las maniobras de un agente norteamericano que proveía explosivos plásticos a los rebeldes, que minaban de bombas los hoteles de Saigón, en la entonces Indochina francesa.

Después de publicar aquel libro, el gran cronista de guerra británico que supo pasar por Corrientes en los años 70 fue espiado por la CIA hasta su muerte. Greene siempre supo que estaba bajo la lupa de la inteligencia norteamericana, pero siguió con su vida como si nada por un detalle que constituye el mejor antídoto para desactivar “stalkers”: no tener nada que ocultar.

 

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