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/Ellitoral.com.ar/ Opinión

El progresivo desencanto con la política

Las pruebas están a la vista. Buena parte de la gente perdió el interés, la pasión y la esperanza en que la actual dinámica permita resolver problemas e iniciar el camino hacia el progreso. 

Por Alberto Medina Méndez

amedinamendez@gmail.com

@amedinamendez

La dirigencia tradicional suele ofenderse con facilidad ante la abrumadora evidencia que ponen en el tapete múltiples estudios serios que observan minuciosamente el comportamiento de una ciudadanía hastiada.

En realidad, quienes verdaderamente disponen del poder suficiente deberían tomar nota de lo que acontece cotidianamente e intentar revertirlo en vez de patalear como niños caprichosos prisioneros de un típico berrinche.

Esta afirmación no nace de una opinión antojadiza y sesgada sino de lo que sostienen, con sólido fundamento, quienes se han tomado la tarea de analizar científicamente el pensamiento cívico de estas últimas décadas.

Claro que no es un fenómeno exclusivo de estas latitudes. Sucede en demasiados lugares y cada vez con mayor frecuencia, aunque no todas las naciones lo padecen con idéntica intensidad y características.

Lo concreto es que la ilusión de que los desafíos pueden ser sorteados uno a uno y que el sendero hacia un porvenir mejor vendrá de la mano de la buena política ha caído en desgracia y está pasando por su peor momento.

Los números hablan por sí mismos. Los principales referentes del oficialismo y de la oposición, los que gobiernan actualmente y también los que lo hicieron en el pasado reciente, gozan de un desprestigio elocuente que deja bastante poco margen para ensayar ridículas justificaciones.

Unos y otros han desilusionado a todos. No solo han traicionado el mandato popular con magros resultados durante sus gestiones, sino que los propios, los más cercanos, los que les brindaron apoyo, ya no creen en ellos.

No se trata de colores políticos, sino de un proceso que se repite patéticamente y sin distinciones, aunque con matices particulares, en casi todos los espacios partidarios sin piedad alguna.

Habrá que decirlo, aunque suene algo incómodo. Ya no enamoran. No tienen esa capacidad que los carismáticos líderes de otros tiempos podían desplegar. Los de hoy son una triste caricatura de sus predecesores y no es que los anteriores fueran brillantes, sino que estos no han abusado tan descaradamente de la paciencia de un electorado inexplicablemente manso.

Cuando se visualizan las encuestas de opinión contemporáneas emerge ese desprecio visceral por la política en su conjunto que se exacerba cuando se consulta por ciertos personajes que han tenido la oportunidad de gobernar.

La sociedad recuerda esos fracasos. Los ha sufrido en carne propia. Se habían entusiasmado con las bondades de la democracia, pero los han defraudado una y otra vez, sin descanso, sin miramientos y sin autocrítica.

Los reproches le duelen a la clase política, pero jamás asumieron con hidalguía que han logrado el desatino de lograr que una tierra bendecida, repleta de recursos naturales y talento individual figure en los últimos lugares de casi cualquier ranking del continente.

Al evaluar la pobreza, la inflación o la corrupción, retos que el mundo viene derrotando con aplastante éxito y comparar lo que pasa aquí donde no solo no disminuyen, sino que crecen burdamente o se mantienen en estándares inaceptables es inevitable concluir que se han equivocado sin atenuantes.

En los famosos “focus groups” aparecen descubrimientos aun más alarmantes. Las descalificaciones que utilizan los participantes hacia los caudillos son inusualmente crueles. Generalizan sin temor a equivocarse, metiendo a todos en la misma bolsa y rescatando escasas excepciones.

Los especialistas en la manipulación del vocabulario, esos que han hecho un culto del “relato” tramposo dirán que cuando llega el turno de las elecciones esos políticos vapuleados consiguen elevados porcentajes de adhesión.

Omiten deliberadamente que las personas solo vienen optando y seleccionando el “mal menor”. Casi nadie se enorgullece de su candidato. A veces incluso lo votan en silencio y hasta con vergüenza. Saben de su ineptitud y hasta de su inmoralidad, pero están convencidos de que el adversario es pésimo. Es entonces cuando votan descartando al resto. Un puñado de fanáticos de ambos lados, esos que habitualmente consiguen privilegios que los beneficia directamente, se mantienen firmes vitoreando a los más impopulares. También lo hacen algunos otros desprevenidos que insisten con recetas que han demostrado su ineficacia Así y todo son una minoría, que tiende a disminuir con el paso de los años.

Esta descripción del presente no debería amedrentar ni a los nuevos dirigentes, ni a los votantes. Muy por el contrario, tendría que servir para reflexionar al respecto y modificar muy pronto conductas impropias.

El mensaje no pretende ser pesimista sino, en todo caso, convocar a una acción positiva diferente, a huir del status quo saliendo de esta zona de confort que aprovechan los poderosos para perpetuarse en sus lugares.

No es cuestión de fe sino de hacer algo al respecto. Los políticos tienen la oportunidad de llenar ese vacío con figuras que renueven el escenario y devuelvan algo de expectativa a ese enorme electorado decepcionado.

La gente tiene, por su lado, la chance de ser más exigente y dejar de conformarse con lo que identifica para empezar a promover expresiones diversas, propuestas innovadoras y alternativas modernas. No está todo dicho, pero eso depende mucho más de lo que suceda de aquí en adelante y de lo que hagan los protagonistas, que de un hecho fortuito que cambie las reglas de juego mágicamente. Habrá que animarse a ser parte de esa transformación para que la resignación finalmente no triunfe.

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