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Una agenda para el progreso

La coyuntura parece ser el principal obstáculo para la construcción de un desarrollo estructural y perdurable en la Argentina. ¿Cuándo no?

“En semejante coyuntura, la agenda del progreso es otra vez la causa del liberalismo social: capitalismo competitivo, laboriosa acumulación de capital y un Estado que iguale oportunidades y facilite el ascenso social. Solo si salimos del medioevo podremos mirar de nuevo más allá de la modernidad. El progresismo a destiempo es uno de los tantos modos de ser conservador”. Con esa premisa, de enorme lucidez, el filósofo y politólogo Julio Montero describió en un artículo aparecido ayer en Clarín algunas líneas a tener en cuenta para un progresismo real.

Vale la pena conocerlas.

“El progreso de los pueblos es un objetivo fundamental de la política. Excepto los conservadores, todas las tradiciones políticas modernas dicen perseguir la mejora constante en las condiciones de vida”.

“Sin embargo, la idea de progreso sufrió transformaciones profundas a lo largo de la historia. Inicialmente, se lo asociaba con la igualdad formal: igualdad ante la ley, iguales libertades, igual protección de las leyes. El Estado de derecho, la propiedad privada y la libertad de comercio articularon esa gran constelación burguesa que permitió superar el estatismo medieval, un vasto desierto cerrado al cambio”.

“A estas causas iniciales se sumaron otras en el siglo XIX, como la preocupación por la situación de los trabajadores, la participación política y las asimetrías de poder entre capital y trabajo. La maquinaria capitalista había generado niveles de prosperidad inimaginables y era momento de discutir la distribución de los recursos y la influencia”.

“Ya en el siglo XX, la agenda del progreso se enriqueció con los reclamos de inclusión plena de las minorías, la igualdad de género y el cuidado del medioambiente. El auge del veganismo y la ética animal auguran, por su parte, un nuevo eslabón en el proceso de ampliación de nuestra comunidad moral. La universalidad abstracta de la Ilustración se vuelve más amplia y más sustantiva en su despliegue”.

“Si miramos el ideal progresista desde el presente, parece monolítico y autocontenido; una suerte de domo geodésico en perfecto equilibro, cuyas partes se sostienen unas a otras. Esto genera la impresión de que el progreso es a todo o nada: renunciar a una parte del programa es renunciar al progreso mismo”.

“Esta imagen, entre platónica y parmenidea, tiene firmes fundamentos conceptuales. En clave filosófica, el núcleo del programa progresista es el principio de estatus igual que emergió en los albores del mundo burgués y se fue desplegando en oleadas sucesivas a medida que los cambios corrían las fronteras de lo posible”.

“Pero esta trayectoria incremental también nos enseña algo sobre la realización del ideal: el progreso se alcanza en etapas sucesivas. Para llegar a la terminal es necesario recorrer todas las estaciones en el orden correcto. Sin igualdad formal no hay capitalismo ni libertades; y sin capitalismo ni libertades es imposible imaginar una sociedad poscapitalista diversa, pluralista y distributiva”.

“A mediados del siglo XX, Argentina había recorrido buena parte del camino. Con una economía potente y competitiva había erradicado la pobreza, y la escuela pública garantizaba un impresionante dinamismo social que forjó esa gran sociedad de clases medias que conocimos hasta los 70”.

Y subraya: “Los hijos de los inmigrantes se convertían en empresarios, comerciantes o profesionales en el curso de una sola generación y era natural que quisiéramos experimentar con formas más vanguardistas de democracia social. Podíamos soñar sueños escandinavos. Hoy esos sueños son utopías futuristas. En un país con 40 % de pobres, la mitad de la economía en negro y un PBI estancado, es inevitable revisar las prioridades”.

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