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La guerra de Alberto y el decapitado Blasco

Por El Litoral

Sabado, 19 de marzo de 2022 a las 23:55

Por Emilio Zola
Especial Para El Litoral

Comenzó la guerra. Es lo que dijo el presidente Alberto Fernández, quien a dos años y tres meses de haber asumido al frente del Poder Ejecutivo no tuvo mejor idea que metaforizar su estrategia contra la inflación mediante una analogía bélica que se prestó para la risa de propios y extraños.
Utilizar en sentido figurado el término guerra mientras en el mismo momento histórico se desarrolla un conflicto armado real, con miles de muertos reales, roza el menosprecio por las víctimas de los bombardeos y puede tomarse como la satirización de un episodio que, al unísono con tan inoportuno simbolismo discursivo, baña de sangre al este europeo.
Queda claro que la alegoría belicista no era el mejor camino dialéctico para explayarse sobre lo consabido: un paquete de medidas apoyadas en el nuevo escenario económico configurado a partir de la invasión de Rusia a Ucrania, estimulado por el “éxito” que el poder central cree haber conquistado a partir del aval parlamentario para la refinanciación de deudas con el Fondo Monetario.
La tardía ofensiva antiinflacionaria de la administración albertista, presentada en sociedad con tres días de anticipación al momento exacto en que tales acciones iban a desplegarse (su presagio se produjo un martes para plasmarse un viernes) es qué sentido tenía avisar al “enemigo” con tantos prolegómenos. Si por antagonistas de este entuerto entendemos a los sectores formadores de precios, el jefe de Estado los avispó y generó una brecha temporal que los menos escrupulosos aprovecharon para abrir fuego con una nueva ráfaga remarcadora.
Así las cosas, mientras Alberto ni siquiera se calzaba los borceguíes para el combate contra los precios, se registró un aumento del 22 por ciento en los productos de Nestlé, un alza del 18 por ciento en el catálogo de Bimbo y la canasta básica subió un 9 por ciento como consecuencia de la dinámica aumentadora de los supermercados. Lo que se dice, una espiralización inflacionaria que no encuentra techo y amenaza con licuar en pocos meses los más recientes incrementos salariales.
Las derivaciones de los decretos dictados en las últimas horas, intentos reiterativos precedidos por fracasos recurrentes, se verán en los próximos días, semanas y meses. Comenzaron con la férrea resistencia de los sectores productivos, autopercibidos blanco principal de las embestidas gubernamentales, y podrían desembocar en situaciones que van del lock out empresario al desabastecimiento. Mientras tanto, otra guerra tiene lugar en el horizonte político, protagonizada por elementos antagónicos de la alianza gobernante.
La moderación oscilante de Alberto Fernández, un arrepentidor crónico que amaga y retrocede según los vientos insuflados por la opinión pública (¿o deberíamos decir la opinión publicada?), colmó la paciencia de Cristina Fernández de Kirchner, líder orgánica sin poder institucional que ahora opera sin eufemismos por el desahucio de la receta económica de Martín Guzmán, responsable técnico de un acuerdo con el Fondo que evitó el default en el plano coyuntural, pero habilitó la injerencia exterior en las decisiones de Estado.
¿En qué posición pararse frente a semejante dilema? No importa. Cualquiera sea la trinchera, los contendientes terminarán como carne de cañón de una confrontación fratricida que preludia el fin de una alianza perfecta para ganar pero imperfecta para gobernar.
El Frente de Todos se convirtió en una contradicción nominal. No son todos los que votaron la homologación legislativa, tampoco son todos los que se solidarizaron con Cristina luego de los cascotazos filmados en HD, y menos aún son todos los que han acudido en respaldo de las decisiones de última hora tomadas por Alberto, aquel candidato que sin votos propios fue ungido por la jefa espiritual del kirchnerismo y ahora es repudiado por traicionar los principios nestoristas que La Cámpora rescata en formato de pronunciamientos extraídos del archivo, en viejos tiempos, en diferentes contextos y en otra realidad económica.
Alberto sobrevive legitimado por la orgánica centrista del PJ menos estridente para configurar una suerte de nueva tercera posición, en pos de aplicar reformas dogmáticas que contradicen el principio histórico de distribución ecuánime de la riqueza, inferida en este caso no como dividendos, sino como el resultante de la ecuación entre recursos escasos y necesidades ilimitadas de una sociedad cada vez más pobre, en el que la doctrina peronista clásica exhorta a trasladar el peso mayor del sacrificio nacional al capital concentrado, para alivianar al mismo tiempo los pesares de los menos favorecidos por el sistema.
Es lo que intentó en el siglo XVI el primer virrey del Perú, Blasco Núñez de Vela, un gentilhombre de ilustración destacada que fue designado por el rey Carlos V para poner freno a los excesos mercantilistas de las clases pudientes de los conquistadores que, habiendo sido enviados para expandir la misión colonizadora, forjaron riquezas sorprendentes a costa de las encomiendas. Es decir, de la entrega de tierras y nativos que (sin ser oficialmente declarados como esclavos) eran obligados a dejar sus vidas en campos y minas, a cambio de pagas miserables que se abonaban en especie.
Blasco llegó investido con poderes plenipotenciarios, en la condición del otro yo del monarca, con una normativa conocida como “Leyes Nuevas”, por medio de las cuales se buscaba eliminar las encomiendas para devolver la libertad de trabajo a los indígenas, ante el peligro de que las poblaciones originarias terminaran (como estaba ocurriendo efectivamente) diezmadas por el abuso de los encomenderos. 
A los pocos meses, al virrey se ganó la enemistad no de los conquistados, sino de los conquistadores. Y estalló la guerra entre españoles, con los dueños de las haciendas y las minas encabezados por el militar Gonzalo Pizarro enfrentadas a las fuerzas leales a Blasco Núñez de Vela, quien terminó herido en el campo de batalla y ajusticiado de la peor manera: un esclavo negro enviado al efecto lo decapitó allí mismo, entre los cadáveres de su derrotado ejército.
La cabeza del virrey fue expuesta hasta su putrefacción en la pica, mientras que el encomendero Juan de la Torre fabricó con la fina barba del pobre Núñez de Vela un penacho decorativo que insertó en su sombrero. Con aquel aditamento se paseó por las calles de Quito, para dejar en claro que la línea dura de los conquistadores se había impuesto a la ética bienintencionada y reblandecida de la autoridad peninsular representada por el finado delegado monárquico.
El delegado que hoy ocupa la presidencia argentina tras haber sido postulado por la línea dura kirchnerista atraviesa un proceso análogo. Sin llegar a los extremos posmedievales de la conquista hispánica, la intransigencia encarnada por Máximo y su madre dos veces presidenta escala minuto a minuto en la conflagración interna que amenaza con desintegrar el conglomerado gobernante.
En esa guerra, los contendientes intercambian disparos dentro del propio buque, que hace agua por todos lados. 
Los unos intentan salvar la ropa en el año y pico que resta para las elecciones del 23, asidos a una utopía reeleccionista tan infundada como ingenua. Los otros buscan debilitar la figura presidencial para diluir su poder en una apuesta suicida al fracaso sectorial de los moderados. Se trata de la facción más aferrada a los sacrosantos principios antiimperialistas de un modelo que sirvió para un segmento temporoespacial perimido, cuya lógica no comprende el peligro autodestructivo de su comportamiento estalinista.
Sin admitir matices, convencidos de que atacar a su propio presidente contribuirá a recuperar la credibilidad perdida por la alianza oficialista, se parapetan en contra del plan económico tal como los encomenderos se levantaron contra Blasco. 
No teman. Alberto Fernández no acabará como el descabezado Núñez de Vela, pero lo que sí puede reproducirse en este paralelismo histórico es que el modelo representado por el actual ocupante de la Casa Rosada, corroído por una guerra interna sin concesiones, termine como la corona española, desalojada para siempre del poder por el grito revolucionario de 1810.

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