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/Ellitoral.com.ar/ Opinión

Il capitano Schettino, la minarquía y Pompeya

Por Emilio Zola

Especial

Para El Litoral

Nunca fue tan difícil para los jóvenes argentinos acceder a una casa. Nunca fue tan trabajoso alcanzar la estabilidad económica. Nunca los sueldos estuvieron tan hundidos en una pirámide de distribución desigual, ironía de un país que después de la pandemia llegó a crecer al 7 por ciento anual para protagonizar la paradoja de un sostenido aumento del déficit fiscal.

En esas dramáticas condiciones la Argentina marcha hacia las elecciones presidenciales de este año. Con 10 millones de jóvenes de entre 16 y 26 años en condiciones de votar por opciones que no los motivan. Un nicho poblacional donde prepondera el escepticismo como una constante que redunda en el surgimiento de alternativas posdemocráticas.

¿Se han puesto a pensar por quién votarán los milennials? ¿Los sub 30 tienen ganas de participar o les resbala ese derecho a elegir y ser elegido, consagrado por la Constitución Nacional después de esforzadas luchas civiles? 

Esta disquisición sobre la voluntad y la expectativa de una franja etaria cada vez más determinante para configurar el organigrama institucional del país tiene como respuesta una incógnita que se podría elucidar durante la coyuntura electoral venidera, gracias a una condición que pocas veces plasma con tanta claridad como ahora: los que son gobierno carecen de toda posibilidad de continuar en el poder.

Tan escorado está el barco timoneado por Alberto Fernández que el tránsito hacia la renovación gubernamental podría compararse con la tragedia anunciada del Costa Concordia, aquel crucero que zozobró cuando el capitán Francesco Schettino decidió navegar demasiado cerca de las piedras.

El presidente argentino nunca se hizo a la mar por propia cuenta. Su ancla irredenta siempre ha sido el kirchnerismo fundamentalista de La Cámpora, ese artilugio ideológico que echó a un ministro de Economía (Martín Guzmán) porque intentaba subir las tarifas un 10 por ciento, al tiempo que convalidó la llegada de un superministro (Sergio Massa) para que aumente los servicios públicos un 100 por ciento. 

Los electores más jóvenes miran los resultados de esas ententes políticas y toman decisiones sin necesidad de bucear en los textos analíticos. Con leer en las pantallas algunos zócalos sobre el enojo del ministro del Interior, Wado de Pedro, desairado en una cumbre sobre derechos humanos con Lula da Silva, les alcanza para tomar posición. O mejor dicho, para ratificarla.

¿Plataforma partidaria? ¿Proyectos para el futuro gobierno? Hace tiempo que los candidatos a cargos electivos no exponen con claridad sus planes de acción, pero tampoco importa, porque un votante de la nueva generación forja su parecer sobre otros parámetros. Tienen que ver la imagen, la estrategia para sintonizar con la masa a través de las redes sociales, la dinámica personal de un postulante, su carisma y la habilidad de ser visto como algo nuevo, diferente, superador, exitoso, entre otros atributos que no necesariamente deben mostrarse con explícitas demostraciones de autosuficiencia. Basta con que estén presentes en lo tangencial, implícitas en una sonrisa o en una frase pronunciada con espontaneidad.

En el gobierno pasa todo lo contrario. La melancolía littonebbiana de Alberto, el renunciamiento demagógico de Cristina, la sórdida pelea entre ambos, las irregularidades en el Indec, el insólito caso de La Matanza, donde el censo 2022 desnudó una maniobra por la cual el distrito recibió 35.000 millones de pesos indebidos. 

Todo se apila en la estiva de razones por las cuales el pronunciamiento cívico condenará al clan de los Fernández como la justicia italiana lo hizo con “il capitano” Schettino.

Rodríguez Larreta se prueba el traje. También Pato Bullrich juega con el cubilete. Massa coquetea. No está mal, están en su derecho. Pero también Gabriel Milei se sostiene a pesar de los dardos arrojados por su exaliado Maslatón. El despeinado minarquista que se declaró a favor de la comercialización de órganos humanos suma en los bolsones de posadolescentes, de indecisos y desencantados, que lo avalan porque, en teoría, viene “de afuera” de la política.

Con eso alcanza para engordar el caldo de una corriente de pensamiento que propone reducir el Estado a niveles de supervivencia. Correr la frontera del individualismo hasta el extremo del mérito personal como única herramienta de crecimiento, sin medir los puntos de partida desiguales, con diferencias abismales entre el pibe que nace en el corazón de una villa sin agua potable y el niño que crece en un entorno de confort, garantizado por el estatus burgués de sus padres.

El hecho de que tantos jóvenes contemplen la alternativa Milei como una salida a la paupérrima realidad argentina deja en evidencia el fracaso de la representación democrática ungida por las urnas desde 1983 en adelante. 

Se trata, nada más y nada menos, que la proximidad de un precipicio comparable con la descomposición social y política en la que cayó el país cuando, en 1976, miles de argentinos aplaudieron la llegada de la dictadura militar porque se quitaban de encima a Isabelita, López Rega, el Rodrigazo y la sangría montonera.

Todavía no es tan grave el diagnóstico de esta Argentina enferma por una grieta que impide consensos básicos en torno de medidas indispensables relacionadas con el contexto internacional, las exportaciones, el tipo de cambio y la necesaria conciliación de perspectivas entre los que proponen políticas de ajuste fiscal para sanear los números macroeconómicos y los que defienden políticas expansivas para inyectar más dinero en los bolsillos de los consumidores (léase salarios) a fin de dinamizar la economía sin regalar recursos sumamente demandados en el mundo, como la energía y el gas.

¿Será capaz la política argentina de gestar un proyecto que compatibilice las dos alternativas? El tiempo dirá en los meses que restan hasta la hora crucial de las elecciones. Las opciones moderadas y dialoguistas existen, como también hay material humano con la idoneidad suficiente para honrar los principios constitucionales a los que siempre habrá que abrevar para no despertar al Vesubio.

Decía el maestro italiano Luigi Ferrajoli, citado por el jurista correntino Armando Aquino Britos, que las constituciones de los Estados democráticos puede que nunca se cumplan en su plenitud por cuanto sus textos configuran “utopías del derecho positivo”. 

Pero aunque estos preceptos no puedan ser realizados en modo perfecto, señalan la dirección correcta hacia la cual una sociedad debe, necesariamente, avanzar para lograr el ideal filosófico de igualdad proporcional.

 La salida democrática, evidentemente, sigue siendo la única oportunidad para evitar el destino de Pompeya.

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