En veranos calientes e inviernos que congelaban, maestros, comerciantes o ganaderos aparecían por la primera parada del Ferrocarril del Nordeste Argentino, luego llamado Urquiza. Ubicada en la esquina de Avenida España y Tres de Abril, frente a la Comisaría Tercera Seccional Urbana, no tenía más que el techo y la boletería. Comodidades no existían, el viento o el calor pegaban fuerte a los viajeros.
Los pasajeros esperaban a las 5:30 de la mañana la aparición del coche motor. Desvencijado carruaje sobre rieles con muchos años encima, demasiados quizá, que partía de la vieja Estación Central ubicada frente al Regimiento 9 de Infantería.
Con el silbato a pleno avisaba a los pasajeros que se prepararan para ascenso rápido y partida similar.
Los grupos se distribuían en dos vagones: el de adelante oficiaba de locomotora y vagón, el segundo simplemente formaba parte del convoy pequeño. Las paradas, a manera de colectivos, buses o guaguas eran cercanas a la Capital. El destino final estaba casi a 500 kilómetros, Monte Caseros. En el intermedio quedaban Riachuelo, Derqui, el Sombrero, Parada 408, Empedrado, San Lorenzo, Saladas, San Roque, Torrent, Chavarría, Mercedes, Curuzú Cuatiá y Monte Caseros, si alguna parada se me olvida es porque la memoria me falla.
Dos o tres veces por semana aparecía un sujeto llamativo. Traje de corte antiguo, modelo de comienzos del siglo XX, sombrero de paño impecable, bastón de madera noble con mango de plata, ascendía y se ubicaba con el grupo de maestros y comerciantes. Las tertulias eran amenas, cuentos, sucedidos, noticias, chismes llenaban el tiempo, durante el largo traqueteo del coche motor, que se bamboleaba de derecha a izquierda pegando saltos en lugares en que la vía no estaba del todo bien. El diario corría de mano en mano, pero siempre volvía al propietario.
El guarda conocía a casi todos, tanto los que iban sentados como los que por dirigirse a estaciones cercanas viajaban de pie. Un bullicio en el grupo de docentes adornaba el trayecto, al menos en la primera parte. El señor de extraña
vestimenta e impecable calzado lustrado con primor, aportaba datos importantes.
Ocurría sin embargo algo extraño: como si el pasajero de bastón previera, bajaba o desaparecía del grupo cuando luego de un buen trayecto, el guarda comenzaba a picar los boletos, que eran verdes y largos de grueso cartón. A nadie le extrañaba su actitud porque de tanto viaje no había despedidas, a veces un gesto bastaba.
Al guarda le llamaba la atención ese sujeto, lo tenía entre los ojos porque su obligación era picar los boletos y que ninguno viajara gratis.
Un día, previo a una fiesta patria, subió al coche motor un fotógrafo de esos que llevaban el equipo con el trípode.
Se incorporó al conjunto de los bullangueros, hombres y mujeres, y les ofreció como era su costumbre sacarles una foto. Todos aceptaron, incluyendo el señor de elegancia ostensible, pajarilla (moño) de colores vivos, pañuelo en el bolsillo haciendo juego, camisa impecable con gemelos de oro con piedras rojas, quizás rubíes. Una vez obtenida la fotografía los clientes en su mayoría le pagaron la toma, solo el caballero elegante no lo hizo; pero prometió cuando le entregasen el producto.
Como era habitual cuando apareció el guarda el caballero no estaba, había desparecido. Estaban en la estación San Lorenzo. A ninguno le extrañó porque era habitual que desapareciera sin dejar rastros. Pasados unos días volvió el fotógrafo con las piezas de cada uno en un sobre, solo faltaba el caballero. Cuando observaron la fotografía todos se miraron entre sí: el lugar del señor estaba ocupado por una sombra blanca, él no aparecía en la foto.
Fueron pasando los días, meses y años, hasta que un día el hombre no volvió a la estación ni a los viajes, despareció. Coincidió cuando se incorporó al grupo de maestros que viajaban a Saladas una señorita muy elegante. Sencilla, correcta y educada, nueva maestra con función docente hacia su nuevo destino, la localidad de San Lorenzo. Fue bien recibida primero por las maestras de mayor antigüedad y luego por el grupo ya formado desde años.
Conversación va, conversación viene, se introdujo luego de varios viajes el tema del viejo compañero de eleganfactura. Pero lo más comentado era la extraña desaparición de la fotografía.
La nueva maestra, que se llamaba Lucía, escuchaba con atención la descripción que le hacían sus compañeros de viaje. Entre traqueteo y traqueteo, varias veces pidió que le describieran al hombre que mencionaban con cariño. Lucía quedó como aturdida en un momento dado, pero no dijo nada.
Una mañana que amaneció con neblina y mucho frío, Lucía apareció de pronto con un bastón similar al del caballero que conocían. Subió al coche esperando los comentarios del caso, hasta que uno se animó a decirle: “Lucía ese bastón es muy parecido al del señor que viajaba con nosotros”. Ella, inmutable, simplemente asintió. Lentamente fue extrayendo de su portafolios escolar un cuadro de añosa factura, de comienzos del mil novecientos. Lo exhibió a cada uno de los compañeros de ruta, se abrieron los ojos de todos que miraban y remiraban la foto antigua que les mostraba.
Era nada menos que su compañero de viaje, había muerto hacía más de cincuenta años. Era el abuelo de Lucía, docente como ella, pero en la localidad de Saladas, en la escuela cabecera Manuel Florencio Mantilla. Les explicó a los asustados contertulios que su abuelo viajaba en ese medio a Saladas, estaba enterrado en la ciudad de Corrientes de donde era oriundo. Agregó que no se preocuparan porque su abuelo era una buena persona, y solía aparecer por la casa donde ella vivía, sin asustar a nadie, inclusive a los niños les relataba cuentos haciéndolos reír.
El guarda que escuchaba al costado quedó pasmado, corrió hacia la cabina del conductor y dijo con una voz car gada de asombro: “mirá si le iba a picar el boleto a un muerto chamigo”. El conductor, que sabía de los pesares del pobre compañero de trabajo, tomándole a risa le contestó: “Andá al cementerio y reclamale”. Ni loco, respondió el guarda, mejor voy a prenderle una vela.
El viejo maestro de escuela volvía a su lugar de trabajo y disfrutaba del viaje en el antiguo coche motor, mezcla de tren chico y zorra.