La Argentina sin Julio Roca sería una pequeña nación sin Malvinas ni presencia antártica ni los recursos naturales que evocan la palabra soberanía. Mal que le pese al intendente de la ciudad de Bariloche.
Como cada tanto ocurre, la nueva iniciativa antirroquista que propone desplazar la estatua ecuestre de su ubicación central en el Centro Cívico de Bariloche y que cuestionamos desde estas columnas confirma no solo la ignorancia histórica, sino también una preocupante falta de patriotismo de sus promotores.
Pocas veces ha estado tan de moda poner el pasado al servicio del presente y juzgar retrospectivamente la historia como si la visión de los hombres sobre sí mismos, y sobre sus conductas individuales y colectivas, debiera acreditarse con igual valoración que la que hoy suscitan. ¿Qué juicio resistiría hoy Aristóteles por su aprobación en el siglo IV a.C. de las leyes de esclavitud? Dice bien la resolución oficial en cuestión que el monumento a Roca ha representado la “metáfora de la victoria de la civilización sobre la barbarie, del trabajo agrario sobre la tierra improductiva, de la organización y el orden sobre la anarquía, del progreso sobre el derecho”. ¿Por qué no se atiene entonces por entero a la magnífica metáfora que invoca?
Sin Roca, Argentina sería aún más pequeña de lo imaginable si los malones hubiesen llegado hasta los suburbios de Mendoza, San Luis, Río Cuarto y Buenos Aires, al advertir la debilidad culposa de sus gobernantes por la intrusión colonizadora. Seríamos vecinos de un extenso imperio austral, quizás indígena, seguramente chileno, quizás británico o tal vez gobernado por descendientes de Antoine de Tounens, el rey francés que pretendía la Araucanía y la Patagonia.
Aunque probablemente ondearía allí la bandera roja de la República Popular China, que hubiera barrido a los sucesores de Calfulcurá para extender su dominio global con puertos, represas, minería, pozos de hidrocarburos y bases espaciales, sin pruritos para someter minorías étnicas como lo demuestra Pekín en su propio territorio. Pero ni chinos ni chilenos ni británicos ni los mismos mapuches entenderían la estrategia geopolítica de su vecino meridional, la pusilánime Argentina sin Roca.
El populismo kirchnerista ha utilizado todos los medios, incluyendo tergiversar la historia, para dividir a los argentinos e imponer un falso relato con el solo objetivo de “ir por todo”, acumular poder y asegurar la impunidad de la vicepresidenta Cristina Kirchner, imponiendo una autocracia de corte chavista para dominar a la Justicia y convalidar los delitos perpetrados desde 2003 en perjuicio del Estado nacional.
La batalla librada contra los valores del esfuerzo y el mérito personal, propios de la democracia liberal, encontró un sustento ideológico en la “cultura de la cancelación” originada en las universidades norteamericanas e inspirada en la izquierda posmoderna francesa (Paris, 1968). Luego del fracaso del estalinismo, su objetivo fue erosionar los valores occidentales denunciando el “eurocentrismo” de nuestras instituciones, “creadas por el hombre blanco, racista y homofóbico” para someter las diversas minorías que pueblan la tierra. En América Latina ese giro sirvió para aggiornar el antiguo indigenismo marxista de José Carlos Mariátegui (1894-1930) y su versión socialista del siglo XXI.
En esa batalla ideológica, Roca simboliza el éxito arrollador de la civilización, la modernidad y el progreso frente al atraso de las sociedades cerradas y primitivas. Por ello, ha sido marcado como el principal enemigo a descalificar del panteón de próceres nacionales. Sus críticos saben perfectamente de sus realizaciones y sus valías. Y de nada sirve refrescárselas, pues esos logros, justamente, son lo que aborrecen.
De nada vale repetirles que el vencedor de Santa Rosa fue quien impulsó la Argentina moderna, dándole su territorio actual y desplegando las bases de su infraestructura material. Sus detractores se tapan los oídos para no escuchar que, durante sus dos presidencias, la Argentina inició una etapa de crecimiento sostenido solo comparable a los Estados Unidos, que ofreció trabajo a locales e inmigrantes. Entre 1880 y 1915, se expandió la red ferroviaria por todo el país, pasando de 2234 a 35.000 kilómetros, la más importante de Sudamérica y la octava del mundo.
Frente al duro desafío que hoy enfrentamos los argentinos, retrotraernos a aquellos ejemplos debería ser tan obligatorio como perentorio.