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/Ellitoral.com.ar/ Edición Nacional

Sospechas y conjuras

Teniendo como telón de fondo la áspera disputa entre funcionarios del oficialismo y el ex ministro Roberto Lavagna, el jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, Jorge Telerman, acometió la –¿sorpresiva?– "remodelación" de su gabinete de ministros, destituyendo a figuras cercanas al kirchnerismo.

Como no podía ser de otra manera, la reacción en la Casa Rosada no se hizo esperar. Por estas horas, cuando la probable candidatura de Lavagna a la Presidencia de la Nación, en 2007, conmueve el panorama político, cualquier movimiento, cualquier declaración, despierta sospechas, cuando no agita los febriles fantasmas de la conspiración.

Desde el Gobierno porteño se sostiene con firmeza que los cambios de ministros y funcionarios obedecen a cuestiones relacionadas con la gestión. En estricta lógica, ello sería verosímil. Por ejemplo, la evidencia empírica demuestra que el estado deficitario de los hospitales de la Ciudad –una responsabilidad que no es exclusiva de esta administración– constituye un problema de solución de momento utópica.

Después de todo, fue ése el epicentro de la interna que enfrentó al kirchnerista y saliente ministro de Salud Pública, Donato Spaccavento, con el secretario de Hacienda, Guillermo Nielsen, tenaz negociador con el FMI en los no tan lejanos días de la depresión económica, y además figura cercana a Lavagna. A la hora de decidir, Telerman inclinó el fiel de la balanza del lado de Nielsen. Junto con Spaccavento, salieron por la puerta trasera Ernesto Selzer, quien conducía la cartera de Obras Públicas –aunque pasaría a la vicepresidencia del Banco Ciudad–, la ibarrista Alejandra Tadei, a cargo de la Procuración General, y Eduardo Hecker, presidente del Banco Ciudad.

Más allá del derecho irrenunciable que le asiste como jefe del Ejecutivo, Telerman, que conoce el paño y no es un novato, sabe que los actos políticos jamás están desprovistos de consecuencias, en especial en épocas de tantas suspicacias. Sabe el mandatario porteño además que a su enemigo en el Gobierno nacional, el jefe de Gabinete, Alberto Fernández, sólo le faltaba una excusa para justificar ante el presidente Néstor Kirchner una historia de viejos enconos, en la que se filtra su propio deseo de que algún vástago político llegue a ocupar el edificio de Bolívar 1.

Pero estas rencillas no habrían superado el vuelo de una aburrida crónica de traspasos burocráticos si no fuera por la guerra verbal declarada entre Lavagna y el oficialismo, con amenazas incluidas de encender el ventilador de denuncias. El economista dice que es prematuro para hablar de candidaturas, pero sale a pegarle todos los días a un Gobierno que no se caracteriza precisamente por aceptar críticas.

En ese clima enrarecido, los cambios realizados por Telerman no podían leerse sino en clave conspirativa. Tanto más si tiene en cuenta que al día siguiente de la destitución de los funcionarios porteños, Lavagna mantenía una reunión clave con la cúpula radical y el duhaldismo residual. Entonces, más de un espíritu atribulado creyó adivinar la sombra de la conjura.

Por esa razón, la semana mediática ha mostrado a un jefe de Gobierno renovando su fe y lealtad al presidente Kirchner y, de paso, aventando cualquier sospecha de alianzas con Lavagna. A estas alturas, Telerman tiene algo más que una corazonada: si corre por fuera del peronismo su suerte estará echada. No tiene aparato.

Mantener buena sintonía con el Gobierno nacional, no obstante, lo obligará a arrostrar los peligros del "albertismo" y aun los justos recelos de Daniel Scioli, a cambio tal vez de un destino todavía incierto: la tibia esperanza, pero no por eso menos latente, de que Kirchner lo nombre su alfil en la Ciudad para las elecciones de 2007. N

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