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/Ellitoral.com.ar/ Opinión

El microclima como brújula

Los que gobiernan suelen decidir según ópticas sesgadas que no se corresponden con el mundo real. El talento de los poderosos consiste en comprender ese fenómeno y utilizar herramientas complementarias que le permitan tener una mayor aproximación a lo que está sucediendo.

Para los que tienen la responsabilidad política cotidiana de tomar decisiones que impactan directamente en la sociedad, es casi inevitable que a su alrededor se terminen conformando los denominados “entornos”.

Esos colaboradores más cercanos siempre pueden influir en las determinaciones más trascendentes torciendo, incluso, la voluntad e impronta de los gobernantes, que se pueden sentir condicionados por los pareceres de esas personas a las que respetan por alguna razón.

En estas cuestiones, la habilidad de los líderes queda categóricamente demostrada cuando utilizan ciertos instrumentos, demasiado elementales, pero igualmente claves, para evitar que esta dinámica los contamine y les quite ese imprescindible equilibrio emocional que tanto necesitan.

Primero se debe dimensionar la enorme gravitación que tendrá en el porvenir la adecuada selección de los actores que formarán parte de ese elenco silencioso de influyentes, cuyas opiniones serán escuchadas.

La tendencia a rodearse de inexpertos y charlatanes es, lamentablemente, un clásico de estos tiempos. Son ellos los que se encargan de preservar, mezquinamente, su espacio y expulsar a quienes intenten sumar visiones.

Ese tipo de personajes, de escasa preparación intelectual y de dudosa moral, conocen perfectamente sus limitaciones. Por eso se ocupan de cercar al líder, de bloquear con eficacia cualquier potencial amenaza a su posición predominante y garantizar entonces su propia cuota de poder alcanzada.

Estos sujetos, usualmente repletos de rencor, tienen personalidades muy complejas, y es por ello que desestiman cualquier disidencia respecto del discurso lineal que ellos mismos han construido, articulan y defienden.

En general, no gozan de respetabilidad pública alguna, no tienen prestigio ni profesional, ni académico. Mucho menos aún disponen de respaldo popular, ni votos que legitimen su eventual posición. Por eso se apalancan en quien efectivamente ostenta algunos de esos atributos y los utilizan sin pudor.

No les importa para nada, ni el futuro de la gente, ni el circunstancial éxito de quien gobierna. Su tarea consiste en abusar de un poder absolutamente prestado y ufanarse con otros de su supuesta influencia.

Eso no podría suceder sin la explícita complicidad del mandamás que, casi siempre, prefiere tener cerca a los aduladores seriales que pululan en los despachos oficiales, a los mismos que privilegian el aplauso sistemático, que a aquellos otros que pueden deslizar una mínima crítica a la gestión.

No habla muy bien de quienes gobiernan que sus principales alfiles sean halagadores crónicos. El capital de esos lugartenientes crece cuando estimulan el culto a la personalidad del líder. Saben que ese es el mejor camino para manipularlo y lo usan como el mejor recurso para su ascenso.

Ese microclima suele ser un espacio totalmente artificial donde todas son luces y casi no existen las sombras, en el que todo lo malo se minimiza hasta su más ínfima expresión y lo bueno se exagera sin límite alguno.

La verdadera inteligencia de un gobernante queda reflejada en su capacidad para construir un equipo de trabajo que sea exigente, que lo empuje a cumplir metas ambiciosas y a poner lo mejor de sí mismo para evolucionar.

De esos ámbitos laxos, extremadamente relajados, en el que los mediocres se burlan de los adversarios y los subestiman eternamente, no puede surgir nada bueno. Esos esquemas son una permanente invitación al fracaso.

Los que gobiernan precisan hacerlo de un modo cada vez más profesional. Hoy existen formas que posibilitan que esas decisiones tengan mayor sensatez. Lo deseable es que quienes conducen procesos políticos aprendan a hacerlo bien, porque eso redundará en beneficios para toda la comunidad.

Cuando la emocionalidad le gana siempre a la racionalidad, eso implica que los errores pueden multiplicarse, un lujo que quienes deben representar a los ciudadanos no deberían darse, bajo ningún tipo de circunstancia.

Un mandatario, de cualquier jurisdicción, necesita comparar su mirada, su percepción, con la de un grupo de observadores heterogéneos que puedan enriquecer el núcleo original con otras aristas diversas, planteando diferentes escenarios y otras perspectivas no contempladas previamente.

Sin embargo, es muy frecuente ver como muchos sucumben ante ese peligroso juego y prefieren seguir inmersos en esa burbuja ficticia que no sólo distorsiona la realidad, sino que empuja a una fantasía de la que parece cada vez más difícil escapar.

En el mundo real, en el que viven personas de carne y hueso, hay elevadas demandas de la sociedad y una postura crítica hacia un sistema político cada vez más desacreditado del que siempre se desconfía.

Suponer que la gente está satisfecha con todo, que avala su presente y que no tiene reclamo alguno es, simplemente, tergiversar todo y acomodar el prisma a los deseos personales propios sin entender el contexto actual.

El desafío de los gobernantes contemporáneos es no repetir los cíclicos errores del pasado. Por esa razón deben adoptar un criterio moderno para convocar a quienes les ayudarán a buscar las mejores soluciones a los dilemas del momento. El nefasto microclima sólo los aleja de la realidad.

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