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/Ellitoral.com.ar/ Opinión

El hipócrita debate sobre las tarifas

Por Alberto Medina Méndez 

amedinamendez@gmail.com

@amedinamendez

 

Una vez más el tema vuelve al ruedo. Cada vez que se intenta sincerar, parcialmente, una variable tan socialmente sensible como esta, sobrevienen las quejas mientras la política hace su juego y aprovecha el río revuelto para sacar ventaja.

No importa si se trata del gas, la energía eléctrica, el agua potable, el transporte o cualquier servicio público. Siempre que se actualizan estos valores la gente lo sufre en carne propia e inexorablemente reacciona mal.

Cuando esos incrementos superan la expectativa inflacionaria generan un rechazo casi unánime y son pocos los que están dispuestos a escuchar las distintas razones, que explican la necesidad de poner las cosas en su lugar.

Los funcionarios nacionales de todos los niveles, desde los políticos a los más técnicos, son criticados por su insensibilidad y por su escasa capacidad de comprender las condiciones de vida del ciudadano promedio.

En ese contexto, muchos sectores de la política, incluyendo gobernadores e intendentes de esta región, intentan proponer creativos procedimientos para minimizar el impacto inmediato de ese reacomodamiento de precios.

Algunos entienden el fondo de la cuestión y sólo pretenden aparecer ante la opinión pública como dirigentes con empatía, con el talento suficiente para ponerse en el difícil lugar de los que no pueden afrontar esos ajustes.

Otros, no sólo no entienden absolutamente nada, sino que suponen que esto es sólo parte de un premeditado y perverso plan para perjudicar sistemáticamente a muchos, vaya a saber con qué retorcidas intenciones.

Todos finalmente caen en actitudes demagógicas. En esa lógica binaria tan reprochable con la que se evalúa el presente, los caudillos locales intentan ser los buenos para colocar al Gobierno nacional, en el rol del villano.  

Esta manipulación retórica es un clásico en la política doméstica. La verdad, casi siempre, falta a la cita y los “relatos” se imponen sin resistencia, con la escasa profundidad que puede aportar un típico discurso panfletario.

Los servicios públicos han sido objeto de una permanente intervención de todos los gobiernos en múltiples ámbitos. Unos un poco más, otros un poco menos, pero todos se entrometen al punto de destruir su esencia.

Ya se ha demostrado con creces, que a mayor participación estatal, menor calidad de servicio. No se trata de si el prestador es privado o público, sino del nivel de intromisión gubernamental en todas las facetas del proceso.

La desatinada postura de la sociedad que pretende enojarse con lo que ocurre, sin tomar en cuenta las verdaderas causas de tantos desaciertos, muestra un cinismo preocupante que debe asumirse sin excusas infantiles.

La política de congelamiento eterno de tarifas fue irracional. No ha sido una decisión casual sino deliberada y contó con un apoyo masivo de una sociedad que avaló esa irresponsable forma de resolver la coyuntura.

La gente prefirió vivir una fantasía durante muchos años creyendo que los servicios públicos eran baratos y se enamoró de esa consigna como si fuera mágico. La sociedad le compró ese “buzón” a su mediocre clase política.

Los dirigentes le hicieron creer a los ciudadanos que se podía disfrutar de todo, pagando poco y que eso no tendría consecuencia alguna jamás. Pero la ingenuidad cívica siempre tiene un costo y la realidad finalmente pasa la factura en el momento más inoportuno porque “nada es gratis”.

La sociedad prefirió creer que pagaba un precio razonable, mientras estaba financiando con otros impuestos ese mismo “bache” generado por esas artificiales circunstancias tan funcionales a esa política impostora.

El costo se paga siempre. Se puede hacer de forma directa, en el precio, con honestidad intelectual, asumiendo todos los desmadres sin eufemismos o apelar, como ha pasado, a esos brutales métodos colaterales de saqueo impositivo a todos los contribuyentes para que ellos no se den cuenta.

Esa ficción, muy lentamente, empieza a encontrar un final. La actualización de las tarifas es no sólo imprescindible para mitigar la insostenible situación fiscal, sino también para que se puedan direccionar inversiones que apunten a mejorar los servicios con un financiamiento genuino y sin ardides.

Claro que muchas empresas de servicios son ineficientes, tienen una estructura carísima que no se puede avalar. Se entrelazan allí intereses políticos, sindicales y una inmensa lista de privilegios injustificables. Habrá que trabajar fuerte sobre ello, pero mantener todo igual no es el camino.

Se podrá cuestionar este modelo gradualista, progresivo y secuencial, pero claramente se debe terminar con este formato en el que la sociedad se miente a sí misma y la política engaña premeditadamente sin pudor.

Esta sociedad creyó que disfrutaba de una fiesta y que nunca tendría que aceptar lo ocurrido. Siempre la estuvo pagando. Lo hizo en ese momento y ahora también, pero esta vez de un modo menos fraudulento.

Hoy, cuando llega la factura, la gente se horroriza y pide clemencia, pero no hace ninguna autocrítica y sigue creyendo que lo políticos contemporáneos son estafadores, mientras los de antes lo cuidaban. Cuánta falsedad.

Algunas personas ilusas insisten con aquel lugar común que sostiene que en el pasado todo era mejor, sin percatarse de que en aquel tiempo igualmente se pagaba ese dislate, pero con mecanismos más tramposos.

Es tiempo de hacerse cargo de lo que pasó y aceptar la paternidad de un modelo maligno, repleto de engaños, cruel y funesto. Lo que hoy se vive no es producto de un capricho, sino la secuela esperable de una dinámica que es indispensable abandonar. Habrá que ver si se aprendió la lección.

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