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/Ellitoral.com.ar/ Opinión

Después de Malvinas nada fue igual para Mario,  el estudiante de Medicina que tomó el mortero 

El joven Soto había terminado sin problemas el secundario en Capital. Incluso en el 81 cumplió con creces el servicio militar y empezó a estudiar para ser doctor, su gran aspiración. Pero estalló la guerra y lo volvieron a convocar. Las secuelas y un mejor trabajo lo llevaron al Paraguay. 

Gustavo Lescano

glescano@ellitoral.com.ar

Mientras ojeaba el manual de Anatomía y tomaba apuntes en aquel otoño del 82 en su casa del Bañado Norte, el muchacho de 19 años jamás imaginaría que en menos de un mes estaría tan perturbado cubriéndose de las bombas y la muerte en Malvinas. La vida de Mario Soto experimentó un cambio drástico por la guerra.

Todo fue muy vertiginoso para él: de las aulas de la Facultad de Medicina en la capital correntina volvió al regimiento de Mercedes y de allí al puesto de combate en las islas, manipulando un rústico mortero y un maldito fusil averiado. El regreso también fue frenético, pero, sobre todo, doloroso: el pie de trinchera lo afectaba cada vez más, las sirenas antiaéreas seguían instaladas en su mente, las pesadillas no daban tregua y el abandono estatal lo tenía sin trabajo fijo y sin contención sanitaria. 

“Ya no pude retomar mis estudios, ya no me daba la cabeza”, dice Mario con sinceridad, una cualidad que impregnará toda la larga charla con El Litoral.  

La vuelta de la guerra trajo a otro joven, brutalmente madurado a sangre y fuego. “Quien era mi novia en ese tiempo esperó a que regresara, entonces nos juntamos y decidimos formar nuestra familia. Me casé con Miriam Sosa en diciembre del 83 y hasta hoy seguimos juntos, gracias a Dios. En esos años nació mi hija mayor y es como que ahí puse toda mi energía para poder salir de pozo”, recuerda.  

Pese a esa mejoría anímica, Mario continuaba enfrentando adversidades. Seguía siendo un combatiente. “No había nada de trabajo, hasta que conseguí algo en un supermercado, donde al final estuve unos 10 años, pero no me alcanzaba para sostener a mi familia: era la época del Austral, de la hiperinflación, de la crisis generalizada. Ya con criaturas, todo se hacía muy complicado”, describe y seguidamente acota: “No tenía casa, no me dieron, y siempre tenía problemas económicos, como también de salud. Entonces, ahí surgió una oportunidad de ir al Paraguay para establecerme en una comunidad de allá, Caaguazú, que está a mitad de camino entre Asunción y Ciudad del Este”, ubica en palabras y se acompaña con el índice derecho, como si estuviera frente a un mapa del vecino país. 

“Mi suegra ya vivía allá y un día mi mujer me dice que quería ir a visitarla. Y como tenía vacaciones en el supermercado, en un enero nos fuimos. Y ahí, como era una zona de campo, más tranquila, yo me sentía bien. Me dijeron para quedarme, que podría haber más oportunidades laborales. Y como yo tenía conocimientos sobre electricidad, me vino al pelo el hecho de que en esa zona rural recién comenzara el tema de la instalación de pozos para extracción de agua. Había que armar motores y toda la instalación, con tanque incluido, y para eso se necesitaba mano de obra especializada”, explica.  

“De esa manera -continúa-, me establecí allí y me integré a la comunidad. Pero recién en el año 95 me fui a quedar definitivamente. No es que dejé Corrientes, sino que voy y vengo”, aclara. 

Actualmente, Mario y Miriam tienen cuatro hijas: Claudia, Laura, Silvina y Victoria. “Tres están acá, en Argentina: una en Formosa y dos en Corrientes; la última vive en Paraguay”, enumera como padre orgulloso que es. 

Por su manera de contar, de acentuar ciertas palabras, no quedan dudas de que para Soto su núcleo familiar fue fundamental para mantenerse de pie y continuar su vida después de ese infierno en el frío Atlántico Sur. 

“Mientras preparaba la primera materia para cursar me llegó la cédula de convocatoria del Ejército para ir a Malvinas. Fue el 4 o 5 de abril de 1982”.

“Con mi familia hablé mucho cuando llegué de Malvinas, fue fundamental, sobre todo con mis padres. Ellos están al tanto de todo: fueron mis primeros psicólogos”, subraya el ex combatiente. Y con una expresión facial especial le agradece a papá Ramón Soto y a mamá Rita Vallejos por todo lo que han hecho por Mario, el hijo único de un matrimonio que aún vive en su casa de calle Vélez Sarsfield al 400 del tradicional barrio Bañado Norte.

“Son quienes me apuntalaron, desde siempre, desde que me fui. Porque en oración constante pidieron a Dios por mí, y eso fue lo que, sobre todo, me sacó de allí. Dios fue el que me sacó de ahí…”, insiste. “Desde siempre yo ya tenía esa fe. Pero cuando se declaró la guerra se amplió más”, resalta. 

Guardapolvo blanco y uniforme verde 

Mario es corpulento, de mediana estatura y al moverse lo distingue una renguera, por tener afectada la pierna derecha, secuela de la guerra. Habla a un ritmo justo y pronunciando claramente cada palabra; sabe acentuarlas para marcar sentido, y con algunas miradas y gestos termina diciendo todo sin necesidad de explicitarlo. Pero también sabe callar. Tal vez son algunas características comunicativas que uno puede encontrar en su médico de confianza: un sueño de profesión que el ex combatiente tuvo que cambiar abruptamente en 1982. 

“Antes de ser convocado al servicio militar estudiaba la secundaria en la Escuela Regional, cerca de casa. Era clase 61, pero pedí prórroga, y cuando terminé los estudios voy a la colimba y me sumo a la clase 62. Pensaba seguir Medicina, incluso cuando salí de baja del Ejército, en noviembre del 81, ya había ingresado a la Facultad antes de abril del 82, porque ese fue mi sueño”, recuerda. 

En la conscripción en el Regimiento de Infantería 12 de Mercedes, todo marchó sobre rieles para el joven que fue destinado al curso de AOR (Aspirante a Oficial de Reserva), donde comenzó a manipular morteros, un arma particular con la que combatiría en Malvinas. “Saqué el primer puntaje en el curso -agrega-, pero no era porque me gustaba, sino porque quería salir en la primera baja. Y en noviembre del 81 finalmente salí: era mi idea. Porque mi proyecto era comenzar el 82 estudiando para ingresar a Medicina y seguir la carrera. Gracias a Dios lo logré”. 

En efecto, en pocas semanas más se convirtió en nuevo estudiante de Medicina. Pero su vida, más o menos programada, sería sacudida por un inesperado golpe del destino. “Mientras preparaba la primera materia para cursar me llegó la cédula de convocatoria del Ejército para ir a Malvinas. Fue más o menos el 4 o 5 de abril”, dice Mario con una rara expresión en su cara, como que aún puede ver mentalmente aquella papeleta oficial. 

“Cuando supe lo del desembarco del 2 de abril creí que no me convocarían, como ya había ingresado una clase nueva... Y como estaba tomada ya la isla y no se hablaba de guerra, tenía la esperanza de que no me convocarían”, señala. 

Sin embargo, lo convocaron para volver al RI 12. “Uf, ahí se me cayó el mundo abajo. Era dejar un proyecto que ya estaba en camino y reincorporarme al Ejército. Y a ciencia cierta no saber qué va a pasar... Se me cayó el sistema”, grafica. “Y la familia pensaba lo mismo, era hijo único… pero entendieron la situación de que era obligatorio presentarse. Era época militar: si no te ibas, venían a buscarte, no había otra alternativa que presentarse. No tenías escapatoria”, explica. “En ese tiempo estaba de novio y también fue parte de lo que dejé al volver a convocarme”, acota. 

 

Los traumas de la guerra 

El muchacho del Bañado Norte volvió de Malvinas a mediados del 82 después de sobrevivir al frío y el hambre, a los bombardeos perturbadores, las balas rasantes, los riesgos de los armamentos precarios y a las shockeantes escenas de ver morir a jóvenes pares en sus brazos, mientras les decían que no querían irse y que le avisara a la madre sobre su destino. 

“Volví de la guerra buscando rehacer mi vida, a comenzar de nuevo, pero con un trauma psicológico muy importante. Además, con una enfermedad grave en las piernas, frente a lo cual no tuve apoyo de nada, porque el Ejército no me ayudó en nada acá: un día fui al RI 9 a hacerme unas placas y me pidieron que las comprara. No teníamos ayuda médica, no teníamos ayuda psicológica… nada”, reitera hasta quedarse sin aliento por la bronca contenida. 

En esos primeros días de dura posguerra, de olvido y orfandad, “tenía pesadillas y me perturbaban los recuerdos. Incluso, hasta ahora, cuando escucho una sirena, de bomberos o ambulancia, me revive la alerta por los aviones viniendo a bombardear. En las fiestas de fin de año, cuando estallan los cohetes me parece que son aquellas balas misilísticas que tirábamos”. 

  

Identidad y reconstrucción 

Cuando escucha la palabra ex combatiente, inmediatamente le remite “a los que fuimos y peleamos, a estar en combate. Es la realidad, pero a mí no me llena de orgullo, de alegría, es un capítulo triste de mi vida. Y te explico esto con un ejemplo: en una charla en la Facultad de Derecho se abrió un debate porque para ir a Malvinas hoy hay que llevar un documento británico. Algunos dijeron que en realidad deberíamos tener que ir con nuestro documento, porque las islas son argentinas. Cuando me preguntaron a mí, le digo con todo respeto: ‘Yo a Malvinas no vuelvo ni si me pagan, ni con documento británico ni con nada. Para mí es un capítulo cerrado’”. 

“Y me preguntarás por qué. Te digo: porque yo no tengo nada que ir a buscar ahí. Yo cumplí, con la Patria, con Malvinas, conmigo mismo. Y a ese libro ya lo cerré y volver hoy a Malvinas sería revivir una situación de angustia, de dolor, de muerte. Porque a mí se me murieron soldados en los brazos, llorando por su mamá y pidiendo no morir. Y yo paralizado, tapando sus heridas para que no se desangraran más. Entonces es una historia muy triste para mí que no pienso desenterrar”, sentencia. 

Ahora, cuando le preguntan sobre Malvinas o escucha nombrarla, de inmediato le viene a la cabeza que “sigue siendo un terruño argentino, un pedazo nuestro, que generó tristeza y dolor en el pueblo argentino y también en el británico. No tenemos que ser tan fanáticos. Nosotros dejamos familias, hijos, sin padres... y eso generó dolor, mucho dolor. Tal vez los que pergeñaron la guerra, de los dos lados, hoy viven felices y contentos. Pero los que fuimos, tanto argentinos como británicos, trajimos secuelas y consecuencias. Entonces es un sentimiento encontrado”, señala. 

En medio de ese eterno dolor “me encantaría encontrar a combatientes británicos para charlar, porque, sea como sea, somos seres humanos que nos tocó una experiencia de vida muy traumática, de muerte. Tal vez nos haga bien”.

El correntino Mario Soto, a sus 57 años y después de superar obstáculos gigantescos en su vida entiende que “hay que demostrar que a partir de ese dolor construimos algo para nosotros, para ellos (los ingleses), para nuestros pueblos, nuestros hijos. Hay que construir a partir del amor y del perdón”, concluye.

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