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El vínculo indeleble entre el hombre y su máquina

Este relato demuestra que los automóviles, en ciertos casos, alcanzan un estadio metafísico que trasciende el plano terrenal. Son mucho más que medios de locomoción. Como decía Fangio: “Tienen alma”.
 

Por El Litoral

Sabado, 27 de noviembre de 2021 a las 01:04

Por José Luis Zampa

El famoso dicho de Fangio acerca de que los autos “tienen alma” trascendió los tiempos como un símbolo de la comunión que puede lograr el hombre con su máquina, pero lo cierto es que no. Científicamente podemos afirmar que no la tienen, pues se trata de objetos inanimados que solo funcionan al ser accionados por sus conductores.
Hasta allí la perspectiva racionalista de este informe que viene a demostrar lo contrario con la historia de Alberto, un amante de los autos de antaño, piloto de competición en sus tiempos treintañeros y actualmente residente en Estados Unidos, desde donde viaja cada vez que puede para atender cuestiones que hacen a sus más caros sentimientos: visitar a su mamá y reencontrarse con los vehículos antiguos que dejó en Corrientes hace 21 años.
Cuando decidió emigrar, en un momento muy complejo de la realidad provincial y nacional, nuestro protagonista tomó la decisión crucial de no desprenderse de tres unidades históricas que formaban parte de una envidiable colección de clásicos, entre los que se contaban una coupé Fiat 1500 en condiciones inmaculadas, un camión Ford AA de 1931 tan raro como un camello en Alaska, y un Whippet Roadster modelo 1929 que se hallaba en proceso de restauración.
La decisión de radicarse en Norteamérica no fue sorpresiva pero sí requirió de preparativos intensos, entre los que reservó un segmento especial para la organización de sus tesoros mecánicos. La coupé Fiat, que se hallaba en plenas condiciones de marcha, quedaría en una cochera céntrica para que un par de amigos de confianza le dieran arranque con cierta regularidad, mientras que un garaje del patio trasero de su propiedad protegería al camión y a la “voiturette”, término de origen francés que en el castellano argentinizado derivó en el coloquial “vaturé”.
Desde entonces la relación de Alberto con sus autos (tenía algunos otros muy conservados a los que les encontró nuevos dueños merced a un prolijo criterio selectivo) fue de amor a distancia. Viajes esporádicos, en modo relámpago, para verlos de cerca, constatar que todo estuviera en orden, limpiar la maleza de la entrada y el gran placer de poner en marcha la coupé 1500 para dar unas vueltas por las calles de Corrientes, como si no hubiera pasado el tiempo.
En estos días, gracias a que la pandemia bajó su intensidad en el Cono Sur, Alberto regresó al viejo garaje. Se contactó con su gran amigo Gustavo, con quien hace un cuarto de siglo fundó el Club de Automóviles Clásicos de Corrientes, y entre ambos contrataron un mecánico de ocasión, además de un par de jardineros para desmalezado. La idea era rescatar los autos más antiguos, pues la finca donde reposan hace dos décadas se vendió. Para ese “metier” colaboró quien esto escribe, en una misión por el momento inconclusa en razón de diversos contratiempos a resolver. Entre ellos, los neumáticos totalmente desinflados y resecos tanto de la “vaturé” como del camioncito.
Pero donde sí hubo un primer grito de victoria fue con la resucitación mecánica de la coupé Fiat. El encargado de devolverla a la vida aplicó la pericia conocida para el cambio de lubricante, limpieza de carburador y recarga de batería, entre otros procedimientos que dieron como resultado el reencuentro de Alberto y el auto de sus amores; al volante, por supuesto.
Ayer por la mañana fue el momento de conducir el vehículo al taller de tren delantero, debido a oscilaciones posiblemente relacionadas con la deformación de los neumáticos. En el pequeño viaje, la sonrisa de felicidad de aquel piloto que supo devorar kilómetros con sus bólidos de carrera en las categorías zonales, volvió a dibujarse en el rostro de Alberto, como en los buenos viejos tiempos.
El dueño del taller lo recibió sorprendido. Se conocían desde la juventud. Y arriesgó: “Mientras te vas y lo trabajamos al auto, vos pensá y ponele un precio. Te lo compro”. Alberto solamente sonrió, sin decir palabra. Nos fuimos en busca de un gomero que se animara a aflojar bulones oxidados hace 80 años, y aproveché para preguntarle: “¿No la vas a vender, no? ¿Aunque vivas tan lejos? ¿Aunque la uses una vez cada cinco años?”.
“No la puedo vender a la coupé. Tengo algo que me une a ella. Hay un vínculo muy íntimo entre ese auto y yo. Hemos pasado tantas aventuras juntos. Por ejemplo, con ella me di el gran gusto de correr las Mil Millas de Bariloche, a fines de la década del 90”. 
“No estoy preparado para dejarla ir”. Hasta allí duró la charla, interrumpida por la emoción y el nudo en la garganta. Alberto se vuelve el miércoles que viene y espera que su viejo amigo Farruco le entregue el auto listo para hoy sábado.
¿Para qué? Para manejarla el domingo en un tramo de ruta. Para sentirla una vez más con las ventanillas bajas y los pelos al viento, como siempre debió haber sido. Y como, por supuesto, volverá a ser.
¿Y después? Y después será hasta la próxima, hasta que “mi laburo me permita volver a Corrientes para manejar un auto de 50 y pico de años, y quedarme tan contento como estoy ahora”, concluyó.
Dicho esto, a la pregunta de si los autos tienen alma, por más que la razón lo contradiga, la respuesta es absolutamente sí.

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