La escritora correntina Ernestina Perrens conversará hoy a las 17 sobre su notable novela “Tacurú” con María Victoria Martin y también hará un adelanto de su libro de cuentos en la Feria del Libro de Caá Catí junto a las profesoras goyanas Maricel y Victoria Marín.
En esta edición de El Litoral publicamos el texto crítico que María Victoria Marín escribió para la presentación de “Tacurú” en la ciudad de Goya.
Tensiones en la creación de la subjetividad (*)
Tacurú es la primera novela publicada por la escritora argentina Ernestina Perrens. La obra aborda el tópico de la herencia. El personaje protagonista, una mujer, acude al llamado de su madre luego de la muerte del pater familia para hacerse cargo de unas tierras heredadas en el interior de la provincia de Corrientes. Allí, las coyunturas en torno a los bienes, redefinirán/resignificarán los modos de transitar/habitar la conformación del espacio social/cultural —incluso— el espacio biográfico y familiar.
La prosa delicada y sobria, afable, rica en variedades dialectales, contundente e incisiva invita al lector a sumergirse en la historia, que bien podría ser la suya, en el sentido de que hay indagaciones inherentes a la condición humana. Todos nosotros, lectores, en algún punto estamos atravesados por interrogantes como: ¿Quiénes me precedieron? ¿Cómo habitaron estos espacios que ahora los habito? ¿Qué historias han contado de sí mismos? ¿Qué hay de ellos en mí? ¿Qué valores, normas implícitas o explícitas sostuvieron la cotidianeidad? ¿Qué ordenar/desordenar para acomodar adentro y afuera? ¿O afuera y adentro?
El relato es inaugurado a partir de un enunciado dictaminador: “Esta tierra no es la mía”. La protagonista plantea un modo inicial de discurrir y de vincularse con la realidad observada: La Merced, el campo heredado; un potrero —Alegría—, una casa: la de la infancia. En efecto, ese enunciado recurrente en boca de la mujer, confiere al discurso un matiz que refracta directamente sobre su interioridad: existe allí un conflicto con una misma y con el otro (u otros), consecuente con una serie de disparidades que configuran la esencia de una tierra local percibida como extraña —en efecto— ajena, aunque en igual medida imbricada a su historia familiar —en tanto— personal y propia.
El relato de la protagonista y el monólogo interior articularán la narrativa. Así es que la experiencia devendrá relato personal/íntimo de un estado anquilosado de cosas que se intenta comprender: los mandatos, los legados —en síntesis— las tradiciones. De modo que los contornos de la subjetividad se delimitarán borrosamente: niña, hija, adulta, heredera, nieta, patrona, dueña, mujer se funden/confunden en el discurrir.
Quiero irme y no sé bien para dónde. Subo a la camioneta y le digo a Antonio que pegue la vuelta. Y pienso cuál es el pasado que contiene ese instante.
Hay un orden al que me entrego como un falso amparo.
Esta tierra no es la mía. Todos hablan de la tierra madre, yo pienso en la tierra padre o la tierra sin madre o cómo desprenderme de esta tierra.
La mujer intentará desenmarañar/desentrañar los modos de ser/ hacer en torno a la herencia que —por supuesto— es también herencia cultural: alambrados, lagunas, terneros, potreros, esteros, tranqueras, postes, montes, marcas de ganado, caminos, tacurúes. Sujetos, instituciones traman complejas relaciones.
¿Quién es un(a) Patrón(a)? ¿Qué fuerzas sostienen los vínculos Patrón(a)/Peón? ¿Qué mecanismos se usan para resolver conflictos? ¿Qué sujetos/instituciones intervienen? ¿Qué se entiende por justicia/igualdad social? ¿Qué nuevos órdenes demanda “hacerse cargo”?
Majestuosamente, la autora de Tacurú nos introduce en un universo cuya densidad simbólica capta los paisajes, aromas, sabores, sonidos. Por ejemplo: exhortaciones y sentencias de la madre; pedidos de los hijos de los peones, mugidos de vacas, estampidas/tiros, resonancias de canciones de la infancia/adultez, murmullos, silencios. Todos ellos operadores/reforzadores de una estancia/permanencia esquiva, desconfiada, recelosa.
Escucho la puerta del mosquitero golpearse a mis espaldas y los pies de mi madre en la galería. Se detiene delante de mí y me pregunta quién soltó a Paco. Hasta donde yo sé esta sigue siendo mi casa.
Vuelvo a preguntar por esos tiros, por qué en mi casa. La voz de Antonio, clara, firme en la oscuridad dice que me quede tranquila.
Ella decide cuándo se habla y cuándo se termina una conversación. Su voz ya es débil, afónica, apenas se la escucha.
La autora se vale de voz de la protagonista para representar el caos que habita y que intenta comprender el personaje en su interior, concomitante con la percepción caótica del medio local. Pequeños ensayos de filosofía cotidiana, a decir de Arfuch.
Imagino terneros mugiendo en Alegría.
Detestar, destetar y testar unidos por las mismas letras, sin alegrías. Leche amarga, legados que no testan. ¿Tetas vacías o alegres? Terneros que se pierden y se alejan. ¿Testa el que detesta? ¿O detesta aquel que testa?
La gente del fondo va a tener su servidumbre de paso. Y si fuera incertidumbre de paso. Un camino incierto. Mansedumbre de paso. Vislumbre de paso. En la Edad Media los siervos no podían ser vendidos separados de la tierra. Hombres a merced de otros. Y aquí, en La Merced, esta tierra que comienza a ser la mía, ¿qué vislumbro de esa mansedumbre incierta?
En la historia, la captación/representación de la densidad simbólica de los elementos antes mencionados, sumado a otros que el lector descubrirá, es exquisita. Los lectores acompañamos a la protagonista por distintos umbrales/puertas.
En especial, el hallazgo y la indagación de la libreta de William Palms, abuelo del personaje, “abrirá” la puerta a la historia de un hombre tan extranjero en tierras correntinas como su nieta. Palms había tenido la valentía para “desordenar”, “contrariar” convenciones, normas, prácticas —en definitiva— tradiciones.
Las consecuencias de la apropiación de ese signo-objeto familiar dará lugar a “un viaje” como metáfora de un nuevo umbral, la reafirmación del “yo”.
La alternancia, esto es, la narración de secuencias paralelas da cuenta del relato de aconteceres y experiencias comunes entre abuelo y nieta. En un caso, y en otro, han tenido que comprender los códigos, “los idiomas” en tanto herramientas de comunicación, conducta, incluso, ideología, adentro del espacio geográfico.
Los procesos de (re)configuración del espacio se ficcionalizan a partir del ensimismamiento, el retiro, la duda, la soledad. El tránsito por bordes y márgenes es —en definitiva— una estaca/ una marca: incisiones y escisiones. ¿Cuáles, exactamente? Íntimas, familiares, comunitarias, sociales, humanas.
Abuelo y nieta han inaugurado, a pesar de los valores injertados —y un poco también a su pesar— nuevas dinámicas. “El Rey de los leprosos” y “La dueña” son denominaciones cargadas de significación, en términos de rupturas de mandatos.
A distancia de los demás, me amparo. Camino hacia la tranquera y me siento al costado de la ruta. Miro pasar los camiones
En el patio de la casa de sus suegros se sentía ajeno. Hacía tiempo que no podía encontrar un espacio donde leer, donde mirarse a sí mismo. Y se había cansado de esperar
Palms se levanta y camina por el parque, pareciera no tener a dónde ir. No conoce el idioma de los enfermos aunque puede acariciar su piel.
Una memoria que nos anuda 53.
Retiro de un dolor antiguo.
La libertad de un idioma propio, sin estacas ni mojones.
Las entradas y salidas por los contornos multiformes posibilitan un trabajo de ingeniería que restañará el territorio/el espacio biográfico. También —en ese sentido— se entrelazan las historias: se trata de cuestionar la existencia propia y del otro. Ambos han sabido leer, a pesar de la confusión, el temor y el desamparo, necesidades propias, conjugadas con las ajenas: las de las minorías.
Con sutileza, dulzura y —en especial— conmovedora y comprometidamente la autora propone la transfiguración de la protagonista: “abrir caminos” en Alegría; “abrir tranqueras” en La Merced. Los lectores sabrán decodificar los entramados en esos juegos de palabras.
Los tacurúes u hormigueros son —precisamente— la alegoría de sistemas y subsistemas petrificados: la comodidad, la inercia, el ocultamiento, el secretismo, la incomprensión, la invisibilización.
Es precisamente la transfiguración la que posibilita que la mujer, anclada en la época actual —y como signo de estos tiempos— subvierta ese estado de cosas.
Benjamin señala que el virtuosismo o la sofisticación del estilo o el trabajo de las formas, de ningún modo salvaguardan la trivialidad de la experiencia; lo que hace importante una obra de arte es su capacidad para penetrar hasta el fondo de la cosas.
En “Tacurú”, Ernestina Perrens comunica con un estilo/trabajo con las formas sofisticado. Más aún, ha sabido penetrar hasta el fondo de las cosas.
(*) Especial para El Litoral
Por Prof. María Victoria Martín