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Muertes extrañas

Por Enrique Eduardo Galiana

Moglia Ediciones

Del libro “Aparecidos, tesoros y leyendas”

La ciudad de Corrientes crecía a un ritmo vertiginoso desde el año 1940, nuevas prácticas sociales y políticas se aventuraban a cambiar un poco la vida de los desgraciados que, según decían algunos, no tenían cuna y menos fortuna. 

Era imprescindible para el acceso a los empleos públicos, reservados para los de cuna sin fortuna, con el fin de que trabajen para los que tenían fortuna y cuna, ¿se entiende? 

Naturales, incestuosos, sacrílegos y extramatrimoniales, abstenerse, no importa su formación, calidad de persona. No señor, usted viene con el designio estampado como marca en el ganado, no vale. Religiosos y no religiosos medían con la misma vara a sus hermanos, seres humanos que se habían atrevido simplemente a nacer. 

El escenario principal de la ciudad, conformada socialmente como se dijo antes, era dominado por las calles céntricas, algunas asfaltadas y otras con piedra, Junín, Julio, San Juan, Rioja, Yrigoyen, y la calidad iba decayendo de acuerdo a la lejanía de lo que se denomina hoy en día, el centro neurálgico de la ciudad fundacional, tomando como eje la plaza 25 de Mayo, escenario de celebraciones, flagelaciones, fusilamientos y hasta la quema de libros por manos del verdugo de la ciudad. 

Prosperaba el comercio en los alrededores del Mercado Central, ubicado en la manzana, o un pedazo de manzana, entre Junín, Rioja, cortada Agustín González y San Juan. Casas de comida -fondas-, venta de ropa de campo y todo lo que podía comerciarse aprovechando la concentración del Mercado. 

En un lugar cerca de Junín y La Rioja, un antiguo repositor de verduras, empleado, de la noche a la mañana compró la propiedad a su patrón e instaló un negocio mayor que en el que trabajaba. Dicen las malas lenguas, y la mía que repite, que el mozo encontró un “entierro”, que en guaso significa un tesoro, nadie pudo probarlo nunca, pero que se dice, se dice. 

La prosperidad económica te borra los pecados del mundo, te da limpieza de sangre, algunos hasta inventan títulos de nobleza, prohibidos por la Constitución Nacional, pero ¿quién le lleva el apunte al librito ese? El milagro más grande de indiscutible valor es que confiere facha, pinta; en vulgar para resumir, te hace lindo, ndayé. 

Como corresponde, una linda muchacha, de buena familia. Qué digo linda, no, era hermosa, a fuerza de rigor, imposición de los padres, tuvo que enamorarse del fachero, porque en el hogar, las monedas eran escasas, lejos del esplendor de otros tiempos, hijos de padres trabajadores o ricos nacen cansados o pobres. Por ello el matrimonio de conveniencia, pautado bajo estrictos términos de amor al dinero, borraron de un plumazo el estricto escrutinio de limpieza de sangre y otras tonterías a tener en cuenta. Se casaron. Ella sin amor. Él, enamorado y loco de celos, ni la puerta podía ver sin la presencia hostil y permanente del marido, desconfiado al por mayor. 

Llegaron los hijos, mal que bien, trajo algo de paz al hogar hostil, dos o tres, no recuerdo bien. Pasaron algunos años, la hija mayor, quien se había enamorado de un joven de fortuna y “buena familia”, con quien frecuentaban lugares comunes, bailes familiares, recepciones, fiestas y otras ocasiones de socializar, recibió del mozo, ante las insinuaciones de la muchacha, un rotundo no, fundado en que el dinero no compra abolengo como afirmaba la familia y aseveró: “Por el lado de tu madre todo bien, pobres, pero de cuna antigua y considerada; pero tu padre, un advenedizo, simplemente, rico y tosco. La muchacha rompió en llanto incontenible, lentamente salió de la casa en que se desarrollaba el baile sobre la calle San Juan, miró el cielo estrellado, la luna llena de mayo le hizo un guiño caprichoso, se sacó los zapatos y descalza se dirigió a su casa. No estaba nadie, ella lo sabía, habían ido a casa de sus abuelos maternos. Se dirigió a un mueble en que su padre guardaba un revólver de viejos tiempos, giró el tambor del mismo comprobando que estaba cargado, colocó el arma en su boca, el sonido apagó el silencio de la noche, cayó el cuerpo sobre la cama y lentamente fue tiñendo de rojo colchas y sábanas, una sombra negra se alzó hacia el cielo. 

Entrada la noche llegaron los padres, los vecinos escucharon un sonido fuerte y llamaron a la casa de los abuelos maternos. La madre tenía una sensación extraña en sus entrañas, cuando descubrió el cuadro de horror, ni siquiera pestañeó. Guardó silencio. Se encerró en sí misma. Participó del velorio y duelo como un ente, el padre no paraba de llorar y pedir perdón no sabemos a quién, los hermanos no salían de su estupor. Por los tiempos, épocas pasadas, el entierro fue silencioso, sin oficios religiosos porque el suicidio era un pecado y para los no religiosos también. La sociedad cómplice hablaba en murmullos. 

Pasado un mes, nadie podía sacar a la madre de su mutismo, era una autómata. No comía, no se higienizaba y a pesar de los esfuerzos de familiares, amigos y su esposo, no contestaba. 

Una tarde, como tantas, ante el descuido de la enfermera que por obligación la cuidaba, tomó una soga y de una rama de un árbol del fondo de la casa se colgó, sus dos hijos la miraban con asombro cuando volvieron de la escuela. Estaba blanca y se apreciaba en su cara la paz que toda su vida buscó. 

De nuevo duelo, velorio, silencio, la maldición de la familia era tema de chismes generales. 

Los hijos crecieron en relativa tranquilidad con el padre, pero éste se puso agresivo y hablaba de noche como si estuviera luchando contra fantasmas oponentes, con unos su conversación al vacío, era tranquila y apaciguadora, con otros era feroz, llena de lamentaciones, mostrando un dolor infinito, pedía perdón por el oro. Sus negocios crecieron, sin embargo su mente se deterioraba inexorablemente. Un buen día tomó la decisión que los fantasmas le reclamaban, se pegó un tiro con el mismo revólver 38 que lo hizo su hija. 

Tres suicidios, tres sepulturas sin Dios. 

Pasado un tiempo, otra de las hijas del matrimonio por conveniencia, la más bella, que aparentemente llevaba una vida normal, con comodidad y capacidad económica, su hermano la atendía con primor, delicadeza y controlaba sus actos, con sus amigas un día de enero, concurrieron al balneario Molina Punta, que en ese entonces quedaba lejos de la ciudad, se ingresaba por el almacén de los Martínez, calle de tierra. La niña ingresó a las aguas del Paraná sin detenerse. Del grupo con quien se encontraba, el Polaco se dio cuenta que estaba en problemas, se lanzó al agua a rescatarla, ella lo arrastraba hacia el fondo, cuando apareció su hermano el Japo, quien le dio un tirón al Polaco y una trompada a la víctima. Así la sacaron. Cuando le pidieron explicaciones manifestó que perdió pie. Tarde oscura a pesar del sol. 

No pasó un mes cuando la noticia estalló en Corrientes, la joven salvada en Molina Punta, se pegó un tiro en su casa, tal cual lo hicieran sus antecesores, pero dejó una carta en la que explicaba su decisión: “Dos clases de fantasmas me persiguen hermano, mi madre y mi hermana, me traen luz, paz, tranquilidad, pero los otros no me dejan dormir, ni descansar, papá con dos extraños, vestidos con raros ropajes me reclaman no sé qué, un oro que no tengo idea. Mamá y nuestra hermana dicen que te salves, ayuda a quien puedas, sé bueno y cuando aparezcan ante ti invoca el espíritu de nuestra hermana y de mamá, se irán, hazlo, para mí es tarde. Te amo.”

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