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Juan José Folguerá: el buscador de “tumbas esenciales”

Nació en Corrientes en 1940 y falleció en Buenos Aires en 2004. Poeta, traductor y ensayista. Vivió en España durante veinticinco años, donde publicó los poemarios “Saberse río”, “Las espuelas”, entre otros. En Argentina publicó “Digo los nombres”, “Regresos”, “Caballito de hierro”, etc.

Por Rodrigo Galarza

Especial para El Litoral

Juan José Folguerá supo más que nadie sentirse río, inquietar su sangre con vientos que a veces retozaban al alba y otras, ahondaban sus huesos hasta llegar al silencio. Su voz grave de árbol fornido desataba una delicada orfebrería de pausas, acentos y agudas cuchilladas que te hacían entender que su “poesía” era una lengua dentro de la lengua. Que el siglo de oro español convertía sus huesos en un gatillo. Con gran acierto Oscar Portela afirmó acerca de su palabra: “Manejó el idioma castellano con tal virtuosismo técnico que se convierte por momentos en una especie de arquitecto del poema”. ¿No es acaso la obsesión el mayor disparador para intentar asir lo inasible de la belleza que alumbra donde quiere? ¿Cómo convertir el balbuceo de la realidad en un artefacto de palabras que digan lo que no dicen? Folguerá vivió excedido por su pulso, por eso que llamamos “estar vivo”; se emponchó de intemperie para intimar consigo mismo y luego soltar “el canto rodado del canto de su boca”. Así, cuando uno se acerca a sus poemas, tiene la certeza de que no hay en el mundo otro modo de decir tal como él lo dijo. El poeta correntino entregó su vida a la poesía sin que le importaran los aplausos; de hecho, durante muchos años su obra permaneció inédita en Corrientes, tierra a la que celebró con maestría: “Naces de pronto, donde inicia el día/ algún canto larguísimo en el viento,/ y es tu nacer mi propio nacimiento/ porque para cantarte nacería./ En la cal de mis huesos te sabía;/ en el alba, en el pájaro, en el lento/ y agonizante cielo te presiento,/ Corrientes de la luz, Corrientes mía./ Aquí te alzo, adonde el trébol sube/ hasta mi hombro su pequeña guerra./ Aquí te busco, patria, sauce, nube,/ y aquí mi voz comienza, por tu acento”.

De algún modo, el entusiasmo de un grupo de amigos correntinos del poeta posibilitó un parcial resarcimiento al publicar en 1999 el libro de sonetos “Digo los nombres”, compuesto a lo largo de más de treinta años de creación. No obstante ello, se sigue echando en falta la “obra completa” de Folguerá y de otros tantos.

El dato

“Manejó el castellano con tal virtuosismo técnico que se convierte por momentos en una especie de arquitecto del poema”, dijo de él Oscar Portela.

 

 

 

El poeta correntino entregó su vida a la poesía sin que le importaran los aplausos; de hecho durante muchos años su obra permaneció inédita en Corrientes.

 

Muestrario mInimo

Tumbas esenciales

Para desjarretar el cielo, vengo

con púas de calor en la cintura.

Soy correntino; soy astilla dura,

calcinada en la luna que sostengo.

Mi heráldica es lapacho, y mi abolengo

agraria sangre, polvo y quemadura. 

Sube de campesinos mi estatura.

A nadie le he quitado lo que tengo.

Canto rodado el canto de mi boca;

llevo en creciente ríos sementales

que manan juntos de la misma roca.

Vivo buscando tumbas esenciales,

y hago todo la parte que me toca

de mi tierra, sus bienes y sus males.

Hombre del tabaco

(a Armando Torres)

Si fuera la verdad cuanto presencio

desde el agua de muerte que me empapa;

si el alma que me niegan se me escapa

otra vez hacia surcos de silencio.

Si el señor a quien pido y reverencio

conoce mi dolor, pero me atrapa

con su puño infinito, y urde el mapa

durmiendo ajeno donde me aquerencio,

entonces arderé como el tabaco

-hombre- humo triste, vendaval bellaco

pero también ultraje y vilipendio

para curar la llaga en mi tobillo

convirtiendo mis huesos en gatillo

y mi oscuro perfil en un incendio.

Palabras del cimarrón

Busco dentro de mí la voz que tuve

-trueno de barro, trino que me falta-,

la simultáneamente ronca y alta

vena de poesía que sostuve.

Estoy, por fin, en donde siempre estuve.

y cuando, niño, el corazón se exalta, 

más de una vida el corazón asalta

y llanto al corazón del hombre sube.

Y no quiero llorar, quiero que el canto

me raje el pecho así como solía,

cortando en vivo de la piel al hueso. 

¿De qué me sirve haber andado tanto

si no es ésta la voz que yo tenía, 

si no soy libre porque no estoy preso?

(de Digo los nombres, 1999)

Los Ecos

Un óbolo (cobre ínfimo que en la hora de todos 

pagará el remo de Caronte) pudo ser recompensa 

del niño que, extinto los candiles y encanecido el fuego, 

supo repetir, sin quitar ni poner, la escuchada 

orgullosa memoria de dos sangres mutuamente vertidas: 

¿quién no tuvo algún muerto en aquella guerra, ocio 

de dioses inmortales mortalmente aburridos?

Mayor premio, sin duda, debió ser para él

su primera noche entre los hombres como otro hombre, 

                              haber visto 

llanto en ojos duros, temblor en barbas y manos, 

y haber oído el poeta en cuya voz regresaban a la patria difícil 

reyes y héroes caídos en una playa distante.

Entrado el día, la moneda compró quizá piñones en miel, 

o tal vez higos de dulzor infinito. 

Aquel moreno chiquilín campesino y descalzo 

(repleto buen seguro el zurrón de tesoro silvestres: 

liga de cazar pájaros, honda, sedal, anzuelos, 

cantos rodados de regulares formas y colores hermosos)

nos salvó, como en un juego más, unos versos de

                                     incandescente bronce,

una mujer o dos, o tres, un alto muro, unas batallas, 

el mar cruel que en el crepúsculo parece ser de vino, un Caballo, 

a cambio de ser él mismo carne de olvido: 

                   indispensable y anónimo

eslabón de la cadena larguísima que con él comenzó 

hace tres mil veranos. 

                        Más dichoso, sin duda otro, 

aquel M. Lucio Afer cuyo padre, el corazón en un puño, 

mandó registrar la única palma, el único laurel siempre verde, 

en mármol funerario: Legi piae carmina Homerii,

junto a la edad del victorioso, once infantiles años. 

En los diminutos kilómetros del circuito integrado, 

en las microscópicas galerías del silicio -uno y cero, 

                           sí y no,

luz vertiginosa y vertiginosa oscuridad- continúa 

la cadena, sigue expandiéndose el eco. 

                         Venda sobre los ojos, 

dudosa vara delante de pie cauto, camina el ciego 

bajo el sol en cenit: busca otro refugio, 

otra cena, otra noche, 

toda las noches, 

ésta.

(de Regresos, 1999)

 

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