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Entre soberbia y dignidad

Es tan poco usual que nos preocupemos por detenernos y evaluar las palabras, acciones o actitudes que “dibujan” nuestro modo de entrar en relación con el otro. Todos necesitamos y también todos estamos en condiciones de ofrecer. Cierto es que también de recibir. Y, sin embargo, tendemos a oscurecer la jerarquía del contacto: nos pegamos al silencio, fortalecemos el diálogo interno y, a veces, al sufrimiento, por confundir soberbia con dignidad.

Por Marta Chemes

Especial para El Litoral

Por José Pérez Bahamonde

Especial para El Litoral

La psicología de la comunicación (empeñada en facilitar “zonas de confort”) nos invita a “barajar palabras” y reiniciar el juego.

Pepe: En el terreno de la comunicación, de las relaciones de pareja, de las díadas, es fácil caer en la cuenta de la cantidad de veces que a la hora de demandar seguimos echando mano del “pensamiento mágico/adivino”. “No necesito decirle lo que me pasa… Con sólo mirarme, ya lo va a saber… si no... peor para él/ella”. “Si me quiere, me va a regalar eso que me gusta… sin necesidad de que se lo mencione”… “Ya sabes…” Sí, él/ella ya saben… ¿Ya saben qué?,  si yo no pongo palabras a mis deseos, a mis inquietudes, a lo que pasa en mi mundo?

Y así seguimos creyendo en la fuerza “poderosa” del amor-pensamiento mágico, a pesar de que el balance sea bastante más abundante en frustraciones y desilusiones, que en logros y alegrías.

Es tanta la “fe” que le tenemos a este “amor-pensamiento mágico”, que estamos más predispuestos a cuestionar la autenticidad del amor que nos profesan, que a revisar la veracidad de la fórmula aprendida, y que nos empeñamos en aplicar…

Incluso, podemos terminar por resignarnos y aceptar que –tras múltiples y variados intentos– nadie nos quiere, nadie nos comprende. Y lo que es peor: “No me merezco el afecto de nadie”.

¿No será que si dejamos de creer en los Reyes Magos, en Papá Noel, dejaremos de recibir regalos por esas fechas? ¿No será que si concluimos y desvelamos que el “amor mágico-adivino” carece de solidez o no existe, ya no vamos a poder creer entonces en el amor?

Bueno, esa sería una posibilidad. También nos vale echar mano de otra alternativa más protagónica y accesible. Si no existe el amor mágico, construyamos el amor real y pongámonos manos a la obra, sin esperar más tiempo, ni perdernos en nostalgias o lamentaciones.

(Por aquí es por donde comenzamos a confundir sutilmente las diferencias entre una actitud digna y una actitud soberbia).

Marta: El modelo de amor materno/filial, fundamentado en la incondicionalidad de la madre hacia sus hijos, sin esperar correspondencia –sin rozar el perfeccionismo– lo tenemos bien entrenado. Pero claro, este modelo unidireccional para el que no cabe ni se concibe la reciprocidad (sólo existo yo y mis necesidades y alguien que me las satisfaga), es el primero en quedar “fuera de juego” en los primeros pasos de una relación de convivencia, sino antes.

El modelo más conocido, ese al que la literatura, las telenovelas, la música y los cuentos de príncipes y princesas le dedican especial atención, es el amor romántico. Esa esfera a la que proyectamos el final de los sufrimientos, las insatisfacciones y el comienzo de los sueños y ansias de bienestar que personificamos en el amado o en la amada: “Como tú tienes la llave de mi felicidad, todo lo que me pidas, te lo daré… Seremos el uno para el otro, somos almas gemelas, el destino nos ha unido”.

Ahora los problemas aparecen cuando “mis tiempos de dar no coinciden con los tuyos de pedir”, y viceversa, y los enojos y malos tratos pasan a sustituir a la “incondicionalidad condicional”.

Como detrás del amor romántico hay necesidades e intereses esperando a ser satisfechos, y no siempre aliviados por la paciencia, comienzan a surgir las decepciones.

Como ya estoy “en guerra”, teatralizo la soberbia creyendo haber apelado a la dignidad.

Nada de negociaciones, reflexiones, acuerdos y desacuerdos, avenencias y desavenencias.

La bandera de la “dignidad” fundió colores en la soberbia.

Pepe: En la psicología de la comunicación nos planteamos recurrir a la reflexión que “humaniza” estos “conatos bélicos”.

Necesitamos desarrollar la comprensión en el lugar de la sentencia.

Cuando pienso (desde mi confortable lugar de víctima) que él/ella es… (y aquí viene la cadena de epítetos que nos ayuda a ponernos bien lejos de lo que más queremos y/o necesitamos), siento que construyo un enemigo inmenso. Un ser que ¡no puedo entender cómo lo elegí de pareja! ¡Una persona que es –propiamente conatos la imagen encarnada del más grande enemigo imaginable! (Y pensar que desde la soberbia estoy hablando de quien es objeto de mi amor).

Si, en cambio, eligiera sentarme ante la persona en cuestión y proponerle la búsqueda de una salida, sugerirle que nos ayudemos a confiar, a buscar mayor claridad para resolver esta situación. Mi dignidad se volvería saludable, cargada de sentido común, intentando inaugurar el amor real.

Marta: Estaríamos entonces dando comienzo a  la comunicación protagónica:

El acto de madurez que “nos baja” de la soberbia y nos invita a desencadenar ofertas, reflexiones y un claro deseo de “hacer madurar” el amor.

Es inteligente entender que nuestra cultura nos predispone a actitudes “bélicas”. Necesitamos apelar a un desarrollo paulatino y sólido de la dignidad  que nos ayuda a construir. Cuando empecemos a percibir el infantilismo de la soberbia, entramos en un camino que nos llevará –con seguridad– a un estado de confort en las relaciones, en el amor.

El asunto es atreverse al cuestionamiento de estos valores de la comunicación: soberbia y dignidad.

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