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/Ellitoral.com.ar/ Opinión

Entre la gloria y la extinción

Un refrán popular reza: “En política no hay muertos”. En este sentido, la historia está sembrada de líderes que, tras duras derrotas, lograron reinventarse y alzarse eventualmente con la tan anhelada victoria electoral.

De Richard Nixon y Ronald Reagan a Lula da Silva y Salvador Allende, pasando por Tabaré Vázquez o el propio Mauricio Macri, varios presidentes del continente alcanzaron la primera magistratura después de haber conocido el amargo sabor de la derrota y, en varios casos, construyeron legados perdurables. “Los muertos que vos matáis gozan de buena salud”, como inmortalizara un viejo escritor español.

Esta máxima es entonces una promesa o una suerte de consuelo para aquellos políticos que, huyendo de su humana finitud, empeñan sus esfuerzos en construir un legado que los haga vivir por siempre. Anhelo de inmortalidad que siguen inspirando emblemáticas figuras de la política latinoamericana como Juan Domingo Perón en Argentina, Lázaro Cárdenas en México o Getúlio Vargas en Brasil, liderazgos que aún sirven para ordenar el mundo simbólico de la política local nutriendo identidades políticas presentes en la liza electoral desde hace décadas.

En una nota en infobae.com, Gonzalo Arias dice que, sin embargo, la historia también da cuenta de liderazgos que quedaron sepultados bajo la pesada lápida de la historia, lo que vale tanto para aquellas estrellas fugaces que irrumpieron con fuerza en el firmamento para extinguirse tras apenas un mandato, como para no pocos líderes megalómanos que, pese a creerse inmortales, se derrumbaron como elefantes con pies de barro.

En este marco, la campaña presidencial de este año puede ser también analizada desde este prisma como una contienda entre dos identidades políticas que pugnan por sobrevivir. Así las cosas, el proceso electoral en ciernes podría significar el final del camino para alguna de las dos expresiones políticas que nacieron a la sombra de la debacle del 2001 y que gobernaron consecutivamente el país desde el 2003.

Toda campaña electoral busca activar ciertos elementos para apelar a la épica. Lograr que los votantes perciban la trascendencia que representa un determinado momento de la historia puede estimular el comportamiento electoral, repercutiendo de forma efectiva en el resultado de los comicios.

En algunos casos dicha efectividad consiste en lograr una mayor concurrencia a las urnas, sobre todo en sistemas electorales en donde el voto no es obligatorio. Así, en países como Estados Unidos, donde, por ejemplo, la participación electoral del 2016 fue del 55%, una de las más bajas de su historia reciente, incentivar que los electores asistan a votar es fundamental para marcar una diferencia en el caudal de votos respecto a los rivales. En otros casos, la efectividad de una campaña épica es juzgada por su capacidad para polarizar la demanda electoral. En otras palabras, si se tiene la capacidad para instalar que en las elecciones se decide el futuro de una nación, de nuestras vidas y de lo que queremos para ellas, es menester elegir entre los dos polos en pugna.

Sea cual sea el sistema electoral, lo que caracterizó los últimos 40 años de las campañas electorales en el mundo occidental es que los electores se ven menos entusiasmados por la política y los procesos electorales. Desencanto, apatía, descreímiento e incluso indignación hacia la política y los políticos que, sin dudas, tiene un estrecho vínculo con la pobre performance de los gobiernos, y la consecuente acumulación de expectativas frustradas. Basta recorrer las últimas elecciones presidenciales del país para dar cuenta de cómo se redujo la participación electoral de la mano de una crisis representativa que parece ya ser un dato más de la realidad.

El desencanto con la política estará presente, como lo estuvo en los últimos años, en esta campaña electoral. 

 

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