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El disparate de desechar las opciones ajenas

En la política, como en la vida misma, ciertos personajes deambulan tratando de imponer sus criterios a los demás. Se consideran iluminados y es por eso que siempre tienen la receta perfecta para que otros cumplan con su cuestionable voluntad. 

Por Alberto Medina Méndez

amedinamendez@gmail.com

@amedinamendez

Es una postura demasiado frecuente y casi universal, pero especialmente presente en aquellos que creen poseer ciertas atribuciones sobre las determinaciones que deberían asumir los otros.

En la política cotidiana es un fenómeno propio de los extremos, tanto por derecha como por izquierda. Sus interlocutores se ufanan de un mesianismo repleto de conceptos sublimes que todos deberían aceptar sumisamente.

Ellos saben con exactitud lo que es correcto y lo que no también. Pero ese no sería el mayor de los problemas, ya que es absolutamente legítimo desarrollar una visión propia. Las complicaciones aparecen cuando esa mirada se traslada a las normas y esos delirios aspiran a ser obligatorios, convirtiendo esas apreciaciones subjetivas en reglas invulnerables.

No está mal tener posiciones sobre cualquier asunto, el inconveniente radica en la tendencia arbitraria que abrazan quienes procuran usar la fuerza de la ley para validar y expandir sus opiniones.

Esto se aprecia en todos los órdenes, pero con mayor énfasis en lo económico. Algunos arrogantes piensan que deben fijar condiciones a las inversiones e inclusive instaurar la forma en la que la gente usa su dinero.

Aducen todo tipo de argumentos, que hasta suenan simpáticos y razonables. A la hora de justificar sus dislates suelen ser inmensamente creativos y hasta seductores. Han sido, históricamente, muy talentosos en lo discursivo construyendo retorcidos relatos.

También han exhibido una enorme habilidad para seleccionar causas que gozan de una adhesión multitudinaria y detrás de esas premisas se parapetan para destilar su odio, resentimiento y envidia.

Ellos no se conforman con adoptar una actitud frente a la vida, practicarla en su foro individual y llevarla adelante como una respetable elección personal. Ansían universalizar esa impronta generalizándola al máximo, pero como no logran que todos reaccionen igual, acuden a la lógica del poder estatal para aplastar a los que no piensan como ellos.

La irrefrenable moda de lo ambiental los alcanzó y se ha constituido en uno de sus caballitos de batalla preferidos. Detrás de ese camuflaje resulta más fácil disfrazar sus despóticas demandas. Cierta ingenuidad rodea a estos movimientos al menos entre sus seguidores. Asumen que los actores a los que desean imponerse solo pueden claudicar ante sus exigencias.

Esta dinámica es la que no evalúan integralmente sin visualizar el impacto negativo de sus supuestas luchas. Creen ganar batallas cuando solo son derrotados por la realidad que les cobra con creces su épica cuasi infantil.

Los dirigentes que lideran estas gestas carecen de candidez y saben perfectamente lo que hacen. Su militancia activa tiene otros objetivos y las nefastas consecuencias de su accionar para la gente les importa muy poco.

Los propietarios del capital, esos que están en mayor capacidad de tomar decisiones relevantes respecto de dónde invertir su patrimonio, siempre tienen opciones mejores y analizan permanentemente ese abanico.

Suponer que se los acorraló gracias a una legislación es desconocer la naturaleza de la actividad económica y el mundo de los negocios. Los inversores siempre buscan maximizar su rentabilidad y si no la consiguen en un lugar lo encontrarán en otro. Huirán de aquellos ámbitos en los que las regulaciones sean hostiles y aterrizarán en el que los cobije.

Los privilegios derivados de esas inversiones las recibirán los lugareños al disponer de oferta, competencia, empleo y todos los beneficios directos e indirectos que conlleva esa apuesta. Los expulsores seriales se quedarán vociferando, con las manos vacías, festejando una victoria sin sentido y condenando a sus crédulos discípulos a más pobreza y mediocridad.

Algunos ciudadanos, con rasgos obsesivamente tiránicos, además de extremadamente cínicos, pretenden definir cómo debe ahorrar y hasta gastar una familia. Ellos ya han decidido que es inmoral especular en el mundo de las finanzas y mucho más aún atesorar en una divisa foránea.

Bajo ese paradigma alientan a decretar restricciones incentivando castigos para quienes no obedezcan. Sienten que tienen la potestad para obligar a los demás a administrar el fruto de su trabajo del mismo modo en el que ellos dicen que lo harían frente a idénticas circunstancias.

Su impotencia y rencor crónico es tal que no lo pueden disimular entonces juzgan a las personas por el hecho de que no se ajustan a sus patrones sociales, mostrando entonces la cara más perversa de su totalitarismo.

Cada uno tiene derecho a hacer uso del resultado de su esmero como mejor le parezca siempre que eso no dañe derechos vitales de otros semejantes. Debería ser fácil de entender, sin embargo, demasiados no lo comprenden.

Acumular en yuanes o depositar dinero en un banco es una facultad indelegable de los individuos. Lucrar con una inversión específica o esperar mejores oportunidades está en el bolillero. Podría cuestionarse todo desde lo ético, pero jamás debería ser parte de un debate jurídico o político.

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