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/Ellitoral.com.ar/ Opinión

A las puertas de un Estado fallido

La renuncia consciente del Gobierno al ejercicio de la autoridad legítima para impedir la violación sistemática de la ley nos muestra un Estado fallido, que ampara a delincuentes, miente con los números, protege dictaduras que violentan los derechos humanos, no hace respetar los derechos ciudadanos, carece de propósito ético en sus acciones. El precipicio, muy cerca.

Por Jorge Eduardo Simonetti

jorgesimonetti.com

Especial para El Litoral

 

“La democracia, más que cualquier otro régimen, exige el ejercicio de la autoridad”.

Saint-John Perse, 

poeta y diplomático francés.

La nave argentina se encuentra en el medio del mar, con una tormenta casi perfecta y con una tripulación al mando que, en vez de sacar el agua, le agrega. Es esa la sensación que tenemos por estos días.

El concepto de “Estado fallido” es relativamente nuevo, ha surgido en los años noventa y es utilizado para describir a una nación soberana que falla en el cumplimiento de los servicios básicos.

Por lo general, un Estado fallido se caracteriza por un fracaso social, político y económico, destacándose por tener un gobierno débil o ineficaz, que no provee ni puede proveer servicios básicos, y que presenta altos niveles de corrupción y de criminalidad.

Para hacer más precisa la definición, el centro de estudios Fund for Peace ha propuesto cuatro parámetros: a) pérdida del monopolio en el uso legítimo de la fuerza; b) erosión de la autoridad legítima en la toma de decisiones; c) incapacidad para suministrar servicios básicos, y d) incapacidad para interactuar con otros Estados, como miembro pleno de la comunidad internacional. Siguiendo las pautas enunciadas, creemos que nuestro país está bordeando dramáticamente el precipicio que significa un Estado fallido, con el grave peligro de afectar la autosustentabilidad del sistema democrático. Se puede decir que un Estado tiene éxito si, en términos de Max Weber, mantiene el monopolio del uso legítimo de la fuerza. Ello significa el pleno ejercicio de la autoridad pública en el marco del ordenamiento jurídico. Mandar sin el sustento de la ley es autoritarismo. No hacerlo es anarquía y dilución del contrato social.

Azorados, hoy asistimos a una renuncia consciente del ejercicio de la autoridad del Estado para hacer respetar los derechos básicos de los ciudadanos. Las tomas de tierras son realizadas a la luz del día, en presencia de la fuerza policial, con el guiño cómplice de la autoridad nacional que anima a nuevas tomas,  y con una verdadera lenidad judicial.

Esa avalancha de usurpaciones, en la que aparecen sórdidos personajes de la talla de Grabois, no tiene la contrapartida de la acción represiva del Estado. Y estamos a un paso de la justicia por mano propia, del caos, de la ley de la selva.

No se trata de defender privilegios, se trata, nada más y nada menos, que de la necesidad de regirnos por las normas y de una autoridad que haga respetar lo que dicen la Constitución y las leyes. Es cierto que la propiedad no tiene un sentido absoluto, pero no es con actos de fuerza en la toma indiscriminada de tierras privadas que vamos a solucionar los graves problemas habitacionales.

Pareciera que, tanto los usurpadores como el Gobierno, unos como autores materiales del delito, el otro como cómplice por omisión, tomaron alas en consonancia perfecta con la doctrina de Francisco que, en su última encíclica del 3 de octubre, “Fratelli Tutti”, calificara a la propiedad privada como “un derecho natural secundario”.

Como buenos populistas, nunca tanto, nunca lejos, aparentar sin ser. Si quieren repartir la tierra, que socialicen su propiedad, procedan a expropiar y efectúen la reforma agraria. Que blanqueen sus propósitos, que asuman sus consecuencias. Pero no, más fácil es la complicidad con el delito.

El Gobierno cumple, de tal forma, con uno de los requisitos para constituirse en “Estado fallido”, la entrega dolosa del monopolio de la fuerza, que ha pasado a personajes, grupos o supuestas etnias que invaden e imponen su propia voluntad.

Ello es, en realidad, una directa consecuencia de la erosión de la autoridad legítima en la toma de decisiones. La disociación entre el poder formal y el poder real nos ha mostrado su peor cara. Uno que conoce y acepta su papel secundario, otra por sus decisiones detrás del telón. Ambos contribuyendo a la dilución de los parámetros de un Estado civilizado.

En ese marco, se está omitiendo la prestación de servicios básicos de un Estado. La seguridad está en serio entredicho por una renuncia consciente a proveerla, la educación en cuarentena, la salud en picada por la pandemia y una ciega estrategia oficial que nos ha llevado a los primeros lugares de contagio y muerte. Por si ello fuera poco, la economía se descontrola cada vez más y densos nubarrones anuncian tiempos aún más duros.

Tres circunstancias destacan la condición cercana a un Estado fallido: una referida a la seriedad de una nación en sus números; la otra, a una política exterior errática y suicida, y la tercera, a una renuncia dolosa a luchar contra la corrupción pública.

Recordando viejas épocas del Indec kirchnerista, los números argentinos de la pandemia no son confiables. La base Our Word in Data -un sitio de la Universidad de Oxford- ha anunciado que sacará los datos argentinos por su baja calidad y hasta que las cifras no sean corregidas. Vergüenza.

Las idas y vueltas del gobierno argentino en el campo internacional de los derechos humanos demuestran la tensión entre un presidente sin poder y el obsceno compromiso del movimiento político de su mentora con los regímenes autoritarios. Luego de aprobar el duro informe de Bachelet (alta comisionada de la ONU) contra la dictadura de Maduro, en el ámbito de la OEA nos negamos a pedir elecciones libres e independientes en Venezuela y Nicaragua, votando en contra de nuestros socios del Mercosur. Cada vez más aislados.

Lo de la corrupción es prueba de que siempre se puede caer más bajo. No solo que los principales dirigentes del movimiento político que llevó a Fernández a la presidencia están seriamente implicados en hechos de corrupción, sino que el propósito oficial de derrumbar las causas penales dejó de ser elusivo y encubierto tras una supuesta reforma judicial, para hacerse explícito y a plena luz del día.

La Oficina Anticorrupción, un organismo del Estado destinado a promover, agilizar y ser parte en las causas de corrupción, ha dispuesto eliminar la oficina de querellas y, por lo tanto, retirarse como Estado de los expedientes en cuestión. Ahora se dedicará a la “prevención” (¿?) de la corrupción. Un chiste, uno malo para un gobierno cada vez más rengo en el cumplimiento de sus básicos propósitos.

Estamos transitando un sendero peligroso. Por voluntad gubernamental, el nuestro es hoy un Estado que ampara a delincuentes, miente en los números, protege dictaduras que violentan los derechos humanos, no hace respetar la ley, carece de un propósito ético en sus acciones. Eso y un Estado fallido... ¿no son lo mismo?

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